Huelgas y usuarios
UNA DE las novedades de la memoria anual del Defensor del Pueblo, que estos días se debate en el Congreso de los Diputados, es la mención a las abundantes quejas planteadas por los usuarios de los servicios públicos en relación a supuestos abusos de trabajadores en huelga. Dichas quejas se refieren al año 1988 y su existencia revela, antes que nada, una mayor sensibilidad de los ciudadanos ante situaciones que, no siendo nuevas, tienden a hacerse más frecuentes y que sin embargo suelen ser soportadas desde el silencio y la resignación.En varios países europeos se asiste desde hace años a un inquietante fenómeno en virtud del cual los movimientos huelguísticos disminuyen en las industrias en la misma medida en que aumentan en los servicios, y particularmente en los servicios públicos. El efecto perverso de esos conflictos, en los que con frecuencia se busca antes la espectacularidad que la eficacia, consiste en que su éxito o fracaso se mide en función de la distorsión de la vida ciudadana que producen. Es decir, del número e intensidad de las molestias causadas.
Es históricamente obvio que una huelga no se reduce a una protesta de salón. Entra dentro de la lógica que las huelgas produzcan distorsiones y molestias a sectores de la población ajenos a ellas. Es el peaje mínimo que deben pagar las sociedades avanzadas, caracterizadas entre otras cosas por su designio de canalizar los conflictos, y no ahogarlos. Y corresponde a todos pechar con esa carga. Pero a veces la desproporción entre los motivos de la movilización y sus efectos en el público resulta escandalosa. Por una parte, determinados colectivos minoritarios aprovechan su situación estratégica en la cadena de los servicios para paralizar sectores enteros, perjudicando a segmentos muy amplios de la población. En ocasiones, como hace poco en Iberia, esa capacidad de distorsión está relacionada con sabotajes con incidencia directa en la seguridad de las personas. Por otra parte, la falta de control de las centrales convocantes produce acciones abusivas que rozan lo delictivo, como las recientes paralizaciones del tráfico en vías vitales de comunicación de la capital por parte de piquetes de conductores de empresas de transporte discrecional. También la inobservancia de los servicios mínimos decretados por la Administración en sectores como el transporte por ferrocarril se ha convertido en un hecho habitual, aunque a veces la culpa de esa inobservancia estriba en que la Administración dicta abusivamente servicios máximos en lugar de mínimos.
El recurso sistemático a la huelga, convertida en un fin en sí mismo, resulta a medio plazo suicida para los propios sindicatos. Dado que sus efectos afectan a otros trabajadores, que se sienten inermes frente a unos conflictos cuyas motivaciones frecuentemente desconocen, tales huelgas resultan directamente contradictorias con uno de los objetivos básicos del sindicalismo: la afirmación de la unidad sustancial de los trabajadores frente a la atomización de intereses provocada por el desarrollo capitalista. El argumento según el cual la defensa de las reivindicaciones sindicales coincide con la de la mayoría de la sociedad -en la medida en que los logros de colectivos particulares tienden luego a generalizarse- se conjuga difícilmente con esa escisión que introduce el recurso a la huelga contra otros trabajadores. Esa escisión no se ha manifestado todavía en el terreno político pero es todo un síntoma el hecho de que haya cada vez más gente dispuesta a recurrir al defensor del pueblo para denunciar lo que considera como abusos.
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