La libertad de cátedra como servicio al alumnado
En las últimas semanas la prensa diaria nacional se ha hecho eco, y con particular insistencia el diario EL PAÍS del tema de la libertad de cátedra en el ámbito docente universitario.Ha dado ocasión a ello la circunstancia de dictarse, hace breves fechas y por la Audiencia Nacional, siendo ponente José Gabaldón, una sentencia en la que se acogían las pretensiones al respecto ejercitadas por el catedrático de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) Óscar Alzaga Villaamil. Pretensiones que no eran otras sino ejercer la docencia con programa, bibliografía y material didáctico propio.
Aunque la prensa en ocasiones haya interpretado el contenido de la sentencia, por lo demás recurrida en la actualidad ante el Tribunal Supremo, como una condena explícita de los que denomina "negocios editoriales de diversos catedrático", lo cierto es que la misma se limita, quizá por primera vez en el ámbito universitario, a configurar el alcance del derecho constitucional a la libertad de cátedra.
Tal configuración, precisamente la que se anticipa al comienzo de estas líneas, se nos aparece en la actualidad como inadecuada en términos generales, mucho más con referencia a una universidad peculiarísima como es la Universidad Nacional de Educación a Distancia.
Se trata, a nuestro juicio, de una configuración absoluta y entendemos que superada de tal derecho, en la medida que resulta ajena tanto a la nueva normativa en la materia: la ley de Reforma Universitaria (LRU), como al fin último que justifica la existencia de categorías docentes diversas: la efectividad del derecho de la ciudadanía a la educación. En cualquier caso resulta claro que tal configuración resulta difícilmente removible.
En materia de libertad de cátedra, y por expreso mandato constitucional, en la actualidad hemos de remitirnos en cuanto a su configuración a una ley específica, la LRU, que con sus virtudes y defectos ha desplazado el fiel de la balanza hacia unas determinadas instituciones universitarias, los departamentos, que no es que hayan de suplantar la titularidad de lo que no cabe duda es un derecho individual de cada catedrático o profesor titular, sino modular su alcance en términos tales que permitan alcanzar aquel fin superior: la plenitud del derecho de la ciudadanía a la educación.
La función hace el órgano
En relación con lo expuesto, el tenor de la sentencia comentada, que en román paladino viene a sacralizar el que cada catedrático o profesor titular pueda hacer lo que tenga por conveniente, no sólo desapodera, contra legem, de sentido alguno a la institución de los departamentos universitarios, sino, lo que es más importante, da al traste con la finalidad propia no sólo del derecho a la libertad de cátedra, sino de la existencia de los docentes mismos titulares de tal derecho, ya que en caso de un eventual conflicto entre unas supuestas prerrogativas de libertad de cátedra y el derecho del estudiante a una educación adecuada resultaría claro que prevalecería, contra su propia esencia de ser, la libertad omnímoda de cátedra del docente de que se tratara, con transgresión de la conocida ley fisiológica de que la función hace al órgano. Con tal sentencia, ahora es el órgano el que determinará la función. ¿Y de qué forma?
Y con tal interpretación estamos coincidiendo con el tenor del editorial del diario EL PAÍS del 29 de mayo de 1989: los sacrosantos derechos del alumnado se avienen mal con una catalogación absoluta de la libertad de cátedra como la expuesta y criticada.
Es a los departamentos, en los que se integra la correspondiente representación del alumnado, a los que debe corresponder organizar, desarrollar, articular, coordinar y elaborar planes docentes y programas, como por lo demás explícitamente disponen las correspondientes normas al respecto.
Conforme a lo dicho no cabe duda que la naturaleza y el carácter de una institución universitaria modula, o ha de modular, el ejercicio de los derechos fundamentales que con ella se relacionan. Esta modulación no sólo obedece a factores de organización, sino al derecho fundamental a la educación que ejercen los alumnos a que va destinada esa enseñanza. La institución docente de que se trate debe adoptar la forma, los criterios, la organización, la estructura y el funcionamiento adecuados para hacer efectivo el derecho a la educación de los ciudadanos que a ella acuden, lo que resulta determinante en una universidad como la Nacional de Educación a Distancia.
Así la expresión "peculiaridades de la UNED" no es artificiosa ni forzada, aunque su contenido sí es generalmente ignorado, sino que constituye el precipitado del "principio de autonomía universitaria", que ha tenido ocasión de ser calificado por el Tribunal Constitucional como de derecho fundamental además de ser una garantía institucional, la última de las cuales se articula, en defensa de aquel derecho, en mérito a ciertas prevenciones (competencias precisas de los departamentos para el caso que nos ocupa), que hoy día han sido dadas al traste por la sentencia cuya crítica efectuamos.
Alumnado desperdigado
Es de aceptar que tales "peculiaridades" no puedan nunca esgrimirse para vulnerar la libertad de cátedra de docente alguno, pero de igual forma, so pena de convertir en inejecutable una sentencia o, alternativamente, imposibilitar la continuación docente de una universidad como la UNED que sirve a más de 100.000 alumnos, tampoco puede aceptarse lo contrario. Ambas realidades deben conjugarse armónicamente para hacer efectiva la libertad académica que las engloba, y la única fórmula de tal conjugación armónica es evidentemente contraria a los pronunciamientos de la sentencia que venimos comentando cuando resulta que la UNED no está diseñada en términos tales que permitan que cada uno de sus muchísimos catedráticos y profesores titulares puedan imponer lo que la sentencia que nos ocupa les reconoce.
Ello sería tanto como olvidar que dicha universidad tiene su alumnado desperdigado por los cinco continentes, que la misma carece de enseñaza presencial, que resulta inviable articular un régimen de exámenes que no parta de una programación general ajena a singularismo; que es legalmente inexigible pretender del profesorado mayor dedicación que la que instituye la normativa reglamentaria al respecto, etcétera.
A nuestro juicio, la configuración del derecho a la libertad de cátedra es la única que puede resolver la dialéctica entre la libertad de cátedra y servicio al alumnado, por cuanto la circunstancia de que todos los integrantes de cada departamento debatan un programa único de forma que, una vez aprobado éste por asunción, lo colectivo se individualice, no representa obstáculo alguno para que adicionalmente cada catedrático contribuya a la elaboración del necesario material didáctico que sustituye a la enseñanza presencial en la forma convenida y con la plena libertad científica; recomiende al alumnado la bibliografía que tenga por conveniente ; evacue consultas telefónicas del alumnado con libertad de criterio y corrija exámenes con autonomía científica, no con arreglo a criterios de coincidencia ideológica.
Tal configuración estamos seguros es la única que puede garantizar la proscripción de aquellos negocios editoriales en el ámbito universitario cuya pretendida existencia utiliza como pretexto moral y deontológico Óscar Alzaga para su actuación procesal.
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