Cambio político en el Este
Los trágicos acontecimientos de China obligan a examinar con redoblada atención el peligro de que retrocesos de ese género puedan producirse en la URSS o en otros países europeos del Este. Dejando de lado diferencias profundas de orden histórico, hay en el proceso seguido en China un rasgo totalmente distinto de lo ocurrido en los otros casos: ha realizado en los últimos 10 años una reforma económica muy avanzada, con cambios sustanciales en la agricultura y en la industria. Pero la lucha en el Partido Comunista Chino en torno a la reforma política nunca se ha resuelto; al menos hasta la reciente intervención del Ejército, que además de aplastar a los estudiantes ha representado un golpe quizá decisivo contra la corriente reformista.Para liberalizar la economía y devolver la tierra a la explotación familiar, Deng se impuso a los grupos reticentes. Pero siempre tuvo reservas ante la reforma política. Es cierto que estimuló la fuerte corriente que preconizaba combinar la reforma política con la económica. Sin su apoyo, Hu Yaobang y Zhao Z¡yang no hubiesen sido secretarios generales del partido. Pero está claro, a pesar de la oscuridad que sigue rodeando las luchas en la cumbre china, que Deng se ha opuesto a cualquier paso efectivo hacia la libertad política. No es excepcional que dirigentes con una larga tradición comunista apoyen ciertas reformas, incluso audaces, pero se asusten cuando empieza a funcionar de verdad, de cara a la opinión pública, la libertad de crítica. Al final, el centrista Deng se ha aliado con los conservadores para desencadenar una represión brutal y aplastar así el movimiento democrático.
Comparando esa trágica experiencia con la reforma en la URSS, en Polonia o en Hungría, salta a la vista una diferencia radical: en esos tres países la reforma económica está en pañales. En cambio, están en marcha reformas políticas profundas. Se vive en ellos una transición de un sistema autoritario, de partido único, sin libertad de prensa ni de palabra, a sistemas con niveles apreciables de libertad y pluralismo. Ello explica que muchas personalidades húngaras, polacas y soviéticas hablen de la transición española como ejemplo del tipo de cambio que de
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sean en su país. Lo dijo, en un reciente coloquio en París, Adam Michnik, el director del periódico de Solidaridad; y son frecuentes en Hungría o la URS S comentarios de ese género. Esos elogios a la transición española tienen, en mi opinión, dos significados: primero, que la transición debe ser pacífica, sin o con un mínimo de violencia. En segundo lugar, que no debe quedarse a medio camino, sino desembocar en un sistema político que admita la pluralidad de partidos políticos.
Jacek Kuron -que después de años de cárcel acaba de ser elegido diputado en las listas de Solidaridad- ha dado una nueva versión de la vieja disputa española entre ruptura y reforma. "No queremos", ha dicho, "derrocar el sistema, sino transformarlo". El problema de fondo es que el sistema político existente en esos países, y, que el pueblo rechaza, sólo puede ser transformado, sustituido, mediante un cambio realizado dentro del aparato estatal que existe, dentro del partido cuyo monopolio se trata de eliminar. No mediante un choque frontal, un hundimiento, seguido de la creación de algo nuevo sobre un terreno limpio.
Aquí aparece una diferencia esencial con España. El papel del partido único en los sistemas socialistas no se puede comparar con el lugar absolutamente secundario que tenía el Movimiento Nacional en la etapa última del franquismo. En esos países la transición se inicia cuando el partido comunista sigue siendo la pieza decisiva de la gobernación del Estado. Por eso mismo, al surgir situaciones de crisis insoluble, ante las cuales es imposible seguir gobernando con los métodos antiguos, es lógico que se produzcan divisiones en el partido único que, al margen de matices, se decantan en una corriente conservadora y en otra reformista. La lucha entre ellas adquiere una importancia decisiva para el avance de la reforma, con la servidumbre que implica el que lo nuevo tenga que abrirse camino en los viejos cauces. El éxito de la reforma depende de dos factores muy ligados entre sí: que los reformistas dominen o derroten a los conservadores en los respectivos partidos. Y que se logre establecer un compromiso, o alianza de hecho, entre los sectores reformistas del sistema y la oposición situada fuera de él.
El caso polaco es paradigmático. La fuerza de Solidaridad, como consecuencia de una larga lucha obrera, ha dotado de un centro a la oposición. La decantación en el seno del partido comunista se ha hecho en función de la actitud a tomar ante Solidaridad. En cambio, en Hungría, el proceso renovador dentro del partido ha desempeñado un mayor protagonismo. En el caso de la URS S, la reforma se ha iniciado en la cúspide del partido: la gravedad de la crisis económica causada por el breznevismo hizo que una parte del buró político decidiese elegir como secretario general a un renovador como Gorbachov para salir del atolladero. Así empezó un proceso que tiene ya hoy poco que ver con lo que habían pensado sus promotores. Pero en los tres casos, y a pesar de diferencias sustanciales en el ritmo y en las formas, se observa un rasgo común: los cambios progresan gracias a un compromiso entre los reformistas del partido y la oposición externa al sistema. En ese bínomio cada parte necesita de la otra. Por eso Solidaridad, después de la derrota del partido comunista en las elecciones polacas, está interesada en que no sean eliminados del Parlamento los reformadores del partido.
El peligro de esta situación -Como el de toda situación política basada en un compromiso de fuerzas heterogéneas- es el inmovilismo, el estancamiento de las reformas antes de que se materialicen los pasos decisivos para un pluralismo efectivo. En Polonia y Hungría el proceso está mucho más avanzado; existe de hecho una pluralidad de partidos que, sin legalización formal, influye de modo decisivo en la marcha política. Jaruzelski ha aceptado públicamente la probabilidad de que el partido comunista tenga que abandonar el Gobierno. En Hungría, la rehabilitación de Inire Nagy tiene un alcance enorme, porque indica la derrota de los conservadores y el triunfo, en el partido, de los que quieren reivindicar a Nagy y realizar un cambio profundo.
En la URSS el problema es más complejo y de mayor alcance general. Gorbachov hizo hace dos semanas la declaración rotunda de que no había peligro de golpe militar. No se hacen desmentidos de ese género si no hay razones para ello. La aparición de grupos de jóvenes armados en los conflictos de Uzbekistán y Kazakistán indican que sectores del aparato -¿Ejército, policía?- quieren exacerbar los conflictos, el desorden, para desprestigiar a Gorbachov y pedir el retorno a métodos de violencia. Quizá el mayor peligro para la perestroika dimana de la pésima situación económica y de una eventual utilización del descontento popular por los conservadores, aún fuertes en el aparato.
Al mismo tiempo, si los esbozos de nuevos partidos aún no se perfilan, lo que más sorprende en la URSS hoy es el nivel de libertad y de pluralismo en el debate político. El Congreso de los Diputados, cuyos debates han sido retransmitidos a todo el país por televisión, con críticas tajantes y audaces, corno las de Sajarov, Afanassiev, Shmeliov y muchos otros, es un revulsivo cuyos efectos en la conciencia popular son incalculables. En el tema explosivo de las nacionalidades, las concesiones de Gorbachov a los diputados bálticos -aplazando la creación del Tribunal Constitucional- han dejado abierto el camino del compromiso. Con su autoridad de presidente de la URSS, Gorbachov da la impresión de perseguir un doble objetivo: erosionar la fuerza aún considerable de los conservadores, evitando chocar con ellos. Facilitar y estimular la influencia de los reformistas, incluso de los sectores radicales, sin los cuales él quedaría prisionero de los que quieren reducir la perestroika a retoques del viejo sistema. Esa política cauta no entusiasma a los radicales, los cuales tampoco tienen una alternativa. Es una situación fluida, pero en ella destaca la pujanza de las corrientes renovadoras.
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