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Tribuna
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Las grietas del muro

Un grupo de realizadores soviéticos de documentales se reunió recientemente en Los Ángeles con un grupo de cinco realizadores que trabajan en Estados Unidos. La reunión tuvo lugar en la Academia de Hollywood. Yo tuve el privilegio de ser elegido para esa reunión.Primero hubo un cóctel, al que pareció asistir el todo Hollywood; después, la proyección de tres documentales de esta última cosecha de la glasnost, películas cortas de calidad, con una libertad desacostumbrada en las ideas expuestas. Fue después cuando comenzó la discusión ante un teatro abarrotado.

Desde el principio quedó claro que la postura a que estábamos acostumbrados en circunstancias similares con artistas y funcionarios soviéticos había cambiado a una de auténtica franqueza e incluso humor. Cuando llegó mi turno empecé por alabar sin remordimiento las películas vistas esa tarde: "Uno puede sentir por fin el aire fresco".

Pero era al pasado al que se refería mi pregunta: "Como frecuente realizador de documentales, me siento tremendamente en deuda con el talento cinemático de los primitivos directores soviéticos". Hablé de Dziga Vertov y Eisenstein, recordé Entusiasmo, Hombre con una cámara, Viva México. Quería enterarme de los últimos años de estos directores, de los que poco se sabía en Occidente. Deseaba saber qué se pensaba de ellos ahora.

La respuesta fue brusca e inesperada y procedió del más joyen del grupo: "Tanto Vertov como Eisenstein eran unos mentirosos" (sí, eso fue lo que nuestros oídos escucharon). "Sus películas sólo pueden considerarse como fantasías sin relación alguna con la realidad de la Unión Soviética en aquella época. Los aficionados occidentales", continuaron, "siempre están hablando de estos directores, que poseían" (eso lo admitieron) "capacidad técnica, pero cuyos trabajos sólo podían tomarse en serio como ejercicios formales de montaje y cinernatografía. A Vertov, por ejemplo", terminó Sergei Miroshnichenko con una gracia, para que nos diéramos cuenta de al lado de qué sinvergüenzas nos estábamos poniendo, "le hubiera encantado arrasar todas las iglesias de Rusia".

Había enojo en sus respuestas, y por un momento, irónicamente, sentí como si me estuvieran acusando de estalinismo. Quería coger el micrófono de nuevo y plantear y explicar mejor mi pregunta. No obstante, hubiera dicho que todavía creía que tanto Vertov como Eisenstein eran grandes artistas cinematográficos de la propaganda, de la publicidad política, como fue el caso de Leni Rieffenstahl en el movimienzo nazi con El triunfo de la voluntad o incluso, estirando las cosas un poco, Calderón de la Barca con sus autos sacramentales en tiempos de la Inquisición española. Pero alguien había cogido el micrófono y tuve que esperar hasta el final del simposio para hablar con aquellos hombres personalmente.

Humor eslavo

La sorprendente lección que estaba aprendiendo esa noche era que los nuevos realizadores soviéticos habían llegado más lejos que nosotros -los viejos desilusionados- en el tema de los tristes primeros años del comunismo.

Mientras que un grupo se reunía a su alrededor y yo exponía mi punto de vista, los rusos explotaron, y mientras el traductor repetía en inglés lo que estaban diciendo, Miroshnichenko hacía un nudo con sus manos para ilustrar su opinión: "No se puede disociar forma y contenido", a lo que yo repliqué: "Sí, se puede a veces". Él contestó: "Mire, Almendros, no se equivoque. Eisenstein fue un hombre de Stalin, él personalmente le entregó los premios más importantes". Contraataqué: "Pero Stalin también prohibió su Bezin y la segunda parte de Iván el Terrible". Dadas las circunstancias, ¿podría Eisenstein hacer algo distinto de lo que hicieron?".

La respuesta podría haber sido de Sartre, cuando dijo que todo hombre siempre es libre de ir a la cárcel: "Simplemente, podían no haber hecho estas películas o, al menos" (y aquí adiviné el humor eslavo), "no deberían haberlas hecho tan bien".

Lo más destacado de esa noche en la Academia fue que, por primera vez en mi ya larga, aunque tormentosa, relación con las ideas procedente del Este, estaba escuchando opiniones individuales expresadas abiertamente ante una gran audiencia, encima una audiencia extranjera. Mientras que en el pasado las respuestas solían ser unánimes como en un coro, aquí a veces había desacuerdos entre ellos.

Recordé cuando, 27 años antes, me puse en contacto en La Habana con dos artistas soviéticos: el poeta Evtuchenko y el cineasta Mijail Kalatozov. Fue en un cóctel, en el segundo año de la revolución cubana. Evtuchenko, actuó de intérprete. Ansiaba hablar con ellos porque un pequeño documental mío, Gente en la playa, había sido absurdamente prohibido por las autoridades cubanas. Ingenuamente les ofrecí venir a una proyección privada de mi peliculita, dado que había salvado una copia de ella. Mi trato era que si les gustaba y la consideraban políticamente inofensiva, como yo estaba seguro, hablarían claro. Sabía que una palabra a favor por parte de estos influyentes artistas tendría su peso y la prohibición podría reexaminarse. Ésta fue su respuesta: "Entendemos y simpatizamos con su problema, pero no podemos hacer lo que nos pide. Se interpretaría como la opinión soviética oficial sobre su película, no como nuestra opinión personal. Sentimos no poder, ni siquiera deseamos verla".

La realidad de estos artistas atrapados, incapaces de tomar postura en un tema tan pequeño, me indicó la forma de las cosas por llegar a la entonces valiente nueva Cuba. Mi decisión de partir y desertar tomó forma en ese preciso momento.

Considero un privilegio haber vivido lo suficiente para poder ser testigo de este mes de mayo de 1989, lo que parece ser el comienzo del derrumbamiento de los espesos muros que rodearon durante muchos años una fortaleza bien guardada.

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