La Europa de los capitales
En vísperas de la celebración en Madrid del Consejo Europeo, el anuncio de tres medidas de orden comunitario -la integración de la peseta en el Sistema Monetario Europeo (SME) antes de un año, la transformación de la llamada Carta Comunitaria de los Derechos Sociales Fundamentales en una nueva declaración solemne y la armonización a la baja de las retenciones en origen sobre las rentas del capital- no contribuye a alimentar el optimismo de quienes defendemos un concepto solidario de Europa. Alinear la peseta, en ese plazo, al marco alemán -moneda sobre la que se asienta el Sistema Monetario Europeo- y, en consecuencia, a los niveles de inflación y de crecimiento de la economía de la República Federal de Alemania (RFA), en ausencia de toda garantía razonable de que antes del 1 de julio del año que viene vaya a producirse realmente la coordinación de las políticas económicas y presupuestarias a nivel comunitario, puede ser la expresión de un gran fervor europeísta y asegurar desde fuera una política monetaria restrictiva al Banco de España, pero, al mismo tiempo, resultar nefasto para nuestro país en términos de empleo, de competitividad para nuestros productos y de sacrificios sociales.En cuanto a la reciente propuesta de directiva del Consejo de la CEE sobre un régimen común en materia de retenciones en origen de las rentas del capital, significa algo tan claro y negativo como esto: los capitales pagarán menos, y los ciudadanos, más. Al menos si se quiere mantener y mejorar el nivel de prestaciones sociales y servicios públicos. En otras palabras, si cuaja la propuesta comunitaria, serán los trabajadores, a través de los impuestos indirectos y los directos sobre los salarios, quienes tendrán que cargar con la mayor parte del esfuerzo fiscal, en aras de la libre circulación de capitales.
Sobre la tercera cuestión, la Carta Comunitaria, pretendo extenderme algo más. El Gobierno español está realizando todos los esfuerzos para que este tema figure en el orden del día de la cumbre de Madrid los próximos 26 y 27 de junio. Se pretende que de la misma salga una declaración solemne sobre los derechos sociales fundamentales comunitarios. Para quien no esté al tanto del asunto, ello puede parecer un gran logro. Para los sindicatos europeos sería la cristalización de una derrota.
¿En qué consiste el problema? En dilucidar si tiene que
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haber legislación social europea. Para unos (trabajadores, cooperativistas, artesanos, etcétera) son imprescindibles normas que garanticen derechos fundamentales mínimos por debajo de los cuales no esté permitido adoptar leyes o firmar convenios colectivos a nivel nacional, o, dicho de otra manera, que la ley fije las reglas del juego en materia social para evitar competencias desleales, el dumping social, en detrimento del modelo social y cultural europeo.
Desde otra posición, muchos empresarios y algunos Gobiernos pretenden que no se establezcan directivas en este campo. Persiguen la desregulación laboral en el mercado interior. Con normas económicas comunitarias y reglas sociales exclusivamente nacionales, el objetivo estaría servido: evitar el contrapeso sindical de una actividad económica que será de ámbito europeo; condenar a los países más atrasados a una competencia basada en el deterioro de las condiciones de trabajo; aprovecharse de ello en los países más avanzados para reducir los niveles alcanzados.
Consecuentes con ello, los mismos que se oponen a una legislación social y quieren una carta meramente declarativa y sin obligaciones son los que con mayor ahínco establecen en otras políticas, como la agrícola, fiscal, monetaria o de competencia, normas jurídicas comunitarias extremadamente concretas, nunca declaraciones más o menos ampulosas.
La llamada Carta Social no constituye ninguna legislación comunitaria ni tiene valor jurídico. Es una proclamación de intenciones. Los trabajadores llevan demasiados años esperando algo más que palabras. Desde que en junio de 1985 el Consejo Europeo de Milán aprobó el famoso Libro Blanco de lord Cokfield sobre el Mercado Interior, la Comisión ha elevado ya más de 200 propuestas legislativas en materia económica y financiera al Consejo de Ministros, pero no se han establecido contrapartidas sociales a las mismas.
En el último año, las cumbres de Hannover y Rodas han emitido sendas declaraciones de intención sobre la dimensión social europea, sin ninguna consecuencia práctica.
Mientras tanto, las fuerzas representativas europeas han expresado de forma inequívoca su opinión favorable a que se establezca un marco legislativo comunitario en materia de derechos sociales básicos. El Comité Económico y Social aprobó en febrero de 1989 un dictamen favorable, con el respaldo del 80% de sus miembros y los significativos votos en contra de los empresarios británicos, españoles y portugueses. A su vez, en marzo, el Parlamento Europeo, por amplia mayoría, aprobó una resolución, aún más exigente, sobre la materia.
Ni el Comité Económico y Social, ni el Parlamento Europeo, ni, desde luego, la Confederación Europea de Sindicatos están solicitando una declaración solemne, sino todo lo contrario: normas sociales vinculantes.
No son necesarias más cartas sociales europeas. Ya existe una del Consejo de Europa, firmada en octubre de 1961, cuya incidencia práctica es simbólica. Lo que se requiere, por el contrario, de la próxima cumbre de Madrid es un mandato imperativo a la Comisión para la elaboración de normas conforme al ordenamiento jurídico comunitario.
El manido recurso a la llegada del lobo, encarnado por la señora Thatcher, no puede transformar, como si de un cuento de hadas se tratara, lo que sería un brindis al sol, es decir, una declaración solemne sin vinculación jurídica ni fuerza de obligar, en un éxito político para los trabajadores y trabajadoras.
Que durante la presidencia española se haga una gran declaración de los derechos sociales europeos puede resultar, en pleno bicentenario de la Revolución Francesa, un espectáculo estético y hasta patriotero; pero es de temer que ello no signifique un avance real, sino más bien el alibi al que se acojan en el futuro los sectores más reacios para dilatar nuevamente el establecimiento efectivo de tales derechos.
El problema se plantea en términos de voluntad política y no de mensajes retóricos. La cuestión consiste en saber qué prioridad otorgan los Gobiernos, entre ellos el nuestro, al espacio social. La resistencia del Gobierno británico y de otros no ha sido exclusiva de esta materia: ha existido también en otros temas comunitarios, como la política agrícola o la reforma de los fondos estructurales. En ellos, sin embargo, ha habido la voluntad política necesaria para llegar al borde de la crisis en la Comunidad, hasta que se ha encontrado un arreglo aceptable. La diferencia, preocupante diferencia, es que la cuestión social se quiere solventar con una mera declaración, que sólo será papel mojado, por muy solemne que sea.
Durante la reciente campaña electoral se ha contrapuesto el modelo europeo que pretende la izquierda al de los conservadores. La constitución del próximo Parlamento Europeo va a permitir contrastar la veracidad de tal antagonismo: los europarlamentarios tendrán en sus manos la oportunidad de dejar que las cosas sigan como están, es decir, que continúe ahondándose el foso entre la integración económica y la social, o bien de oponerse y bloquear la realización del mercado interior hasta que se tome una decisión sobre la legislación social.
No hace falta ser ningún radical para constatar que, en lo que llevamos recorrido, la Europa que se está constituyendo no es la de los trabajadores y los ciudadanos, sino la de los capitales.
A escala comunitaria no existen espacios de interlocución en los que los trabajadores puedan contrarrestar la lógica del mercado. Así como en cada país hay ámbitos desde donde los trabajadores pueden defender sus derechos -leyes, convenios colectivos, influencia en las opciones políticas a través de los procesos electorales-, en la Europa que se integra, en cambio, no hay leyes sociales comunitarias que hacer cumplir, ni convenios europeos que negociar o recurrir, ni el Parlamento Europeo es todavía un órgano legislativo.
La integración económica avanza a toda máquina, sin esperar que llegue el 1 de enero de 1993. Pero en esta Europa de los capitales existe un notorio déficit de control político dernocrático y ningún contrapeso social. En estas circunstancias no parece suficiente la política de declaraciones, al margen de que, finalmente, sea en la presidencia española o en la francesa donde se aborde la Carta Social. Es legítimo exigir, al menos, la misma convicción, beligerancia y hasta tozudez en la defensa de la política social que la utilizada por la dama de hierro para negarla.
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