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Luis G. Berlanga, nuevo académico de Bellas Artes

Al director le gratifica ser hombre invisible

Luis García Berlanga (Valencia, 1921), una de las figuras más importantes de la cinematografía española, ingresó ayer en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando con un discurso titulado El cine, sueño inexplicable. El director fue contestado por el académico y arquitecto Fernando Chueca Goitia. Berlanga afirmó en el acto: "No hay nada más gratificante que ser hombre invisible, es decir, ciudadano de a pie. Ésta ha sido una de las razones que me empujaron a buscar la protección a mi timidez ocultándome al otro lado de la cámara".

Un insigne farandulero entró en una academia. Un ámbito de orden aceptó por fin la presencia del vacío de un desorden. Los guardianes del verbo admitieron en sus filas a un campeón de la verborrea. ¡Enhorabuena! Es éste un decreto de destierro de polillas y un síntoma de que la vida del arte se abre paso incluso en los cementerios del arte, que son todos sus descansillos institucionales.Que en las dulces instituciones guardianas, dueñas de los predios insonorizados de la imaginación gobernada, entre un día el ruido del desgobierno de lo ingobernable es buen asunto. ¡Berlanga en una academia! No hace falta añadir que la anterior y admirativa enhorabuena es para esa academia, no para Berlanga.

La contribución del cine al arte de este tiempo es colosal. Pero no menos colosal es la paradoja de que este arte, ciclópeo por las enormes dimensiones de su recepción y por la intensidad de su penetración en la memoria de sus receptores, sea admitido -siendo hoy el primero- en el último lugar de la casa guardiana de las esencias del arte contemporáneo.

La entrada de Berlanga en una academia, aunque no acabe por sí sola con esa paradoja, al menos la atenúa. Arte vivo y único, elaborado con materiales vivos, el cine aporta, en forma de chaparrón, ideas, palabras, tonos, gestos, respuestas, innumerables formas que hoy son parte indisociable de los comportamientos cotidianos de los pobladores de este planeta.

Berlanga, desde su pueblera barraca íntima, se ha encaramado en el púlpito de los aristócratas de las artes mayores, entendiendo por mayores más viejas. Si le viene en gana -que ésa es otra- y le dejan, este gran artista de la barraca cinematográfica puede impartir lecciones de altura en los salones de la alta estética. Es un adelantado de otras muchas gentes. Entró en el templo en medio del silencio mortal de las ovaciones de los protocolos.

Pero, aunque nadie allí se percatara, no entró solo, sino escoltado por el estruendo inaudible una horda cómica de adorables sombras apiñadas tras de su espalda, fantasmas que pidieron a san Pedro permiso para aparecerse a los vivos de día y en domingo, con olor a cazalla y a pitillo de cuarterón liado: Antonio Vico, José Isbert, Manolo Morán, Félix Fernández, Alberto Romea, José Luis Ozores, Julia Caba Alba, Antonio Riquelme, Edmundo Gwenn, Rafael Bardem, Guadalupe Muñoz Sampedro, Laly Soldevila, José María Prada, Juan Calvo, José Orjas y otros genios olvidados del arte, supremo y humilde, de representar, de hacer vivir con sus vidas.

No estuvo solo Berlanga en su tránsito a la poltrona de los inmortales. Y ahora la enhorabuena sí le corresponde a él. Pocos monarcas del arte pueden presumir de una corte como la suya.

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