Algo sobre mi hermanamiento con Federico
El día de la huelga -uno cualquiera entre tantos- lo pasé muy bien sin mirar la televisión, que todo el tiempo, tras la cortina estática del canal segundo, se pasó tocando música. ¡Qué maravilla no ver la monotonía insoportable de los dos canales, ay de mí, condenado casi todo el tiempo a soportarlos! Tocaban, eso sí, buena música, con orquesta, con piano, con órgano... ¡Qué maravilla, sin molestarme yo en poner ningún disco! Aprovechaba para, al mismo tiempo, leer a Rainer María Rilke: La canción de amor y muerte del alférez Cristoph Rilke, de la que yo y en alemán me sabía el comienzo, con asombro de su traductor al español, Jesús Munárriz, que no se lo esperaba. Sí, yo, cuando me encontraba en Berlín, el mismo año en que Hitler subió al poder, estudiaba alemán, sabiéndome de memoria poemas de Goethe, Schiller, Heine... Y aquel poema en prosa de Rilke me había gustado mucho, diciendo de memoria su comienzo. Del alemán cotidiano no conocía ni una palabra... Era maravilloso recitar aquellos versos ignorando al mismo tiempo cómo se decía "buenos días". ¡Tiempos aquellos, con Rosa Chacel en Berlín y los soldados hitlerianos pateando en las calles los charcos, salpicándonos de agua los trajes, clavándonos al mismo tiempo sus feroces miradas!Rosa Chacel estaba con María Teresa y conmigo en la misma pensión. No creo que se moleste ahora conmigo si descubro que estaba locamente enamorada de un joven y gran psicoanalista español, que un día, ay, desapareció marchándose a la Argentina. No creo que Rosa Chacel -repito- se disguste ahora conmigo por este retrasado medio soneto que le dedico por su nombramiento de doctora honoris causa por la universidad de Valladolid. Siempre escribí a Rosa sonetos más o menos disparatados. Ella me pagó bien, dedicándome en Buenos Aires alguna magistral conferencia sobre mi poesía. He aquí el medio soneto: "Era en Berlín, ¿recuerdas? Tú querías, / tú amabas, bella y joven; tú eras Rosa, / con aire de Tirana goyesca, de dichosa / enamorada de amor morías. / Bien mereces ahora ser doctora / honoris causa, que tu pueblo adora / y hasta por ti repica sus campanas. / Yo soy también doctor, y en mi arrebato, / aunque no tenga ni el bachillerato, / abro en mí a Rosa todas las mañanas".
Pero yo, en vez de partir para presenciar en Valladolid el doctorado honoris causa de Rosa Chacel, lo hice para Granada, en donde la ciudad lorquiana de Fuentevaqueros iba a hermanarme con Federico. Fiestas y homenajes para los dos: un gran busto en bronce del escultor Eduardo Carretero en el nuevo parque Rafael Alberti, al que yo he prometido juntarme un día con Federico, y allí, los dos, sentados en un banco, charlar y escribir todo aquello que nos habíamos prometido hacer en la Huerta de San Vicente. Claro que nos acompañaría, sobre todo el primer día, el muy movido poeta Juan de Loxa, cuidador desvelado de todo lo que existe y sucede en Fuentevaqueros, y sobre todo de la casa que habitó Federico, en la que está presente el amadísimo piano del poeta, que en la visita que le hice acompañado del gran garabatista pintor Roberto Matta, éste pulsó sus notas con un membrillo que había por allí en un frutero junto a unas granadas y limones.
Durante el emocionado y hermoso hermanamiento llovió a mares, a veces de manera continua, aunque con ligeros claros. Era angustioso oír hablar temerosamente al alcalde de Fuentevaqueros, oír recitar al poeta Ladrón de Guevara un largo poema divertido, a Carmen de la Maza decir maravillosamente dos poesías, una de Federico y otra mía, faltándome escuchar a Luis García Montero, que yo hubiera oído con verdadera emoción, y el saludo del alcalde de El Puerto de Santa María, que había viajado durante toda la noche para saludarme en nombre de mi ciudad natal. La lluvia fue aún canalla, pues hasta hizo que no cantara Víctor Manuel, no atreviéndose a tender los cables eléctricos de su orquesta sobre el suelo mojado. Yo aproveché una pausa de la lluvia para decir tres de mis poemas dedicados a Federico: un primer soneto que le escribí al conocerlo, la Elegía a un poeta que no tuvo su muerte, la Balada del que nunca fue a Granada y un fragmento de No han pasado los años. Cuando regresé de Fuentevaqueros encontré en un restaurante a Isabelita García Lorca, con la que regresamos juntos a Granada.
Durante los homenajes del hermanamiento, un grupo de jóvenes representó mi obra teatral Noche de guerra en el Museo del Prado, que hicieron muy bien, según me dijeron algunas personas que la habían visto.
Al día siguiente de terminados los actos de hermanamiento con Federico amaneció un tiempo maravilloso. Por la tarde, a las ocho, Ian Gibson, autor, como es sabido, de una monumental vida de Federico García Lorca, iba a presentar su última obra dedicada al poeta: Granada, en su Granada. Lo haría dentro de la Alhambra, en el Patio de los Arrayanes, un maravilloso patio lleno de serenidad y melancolía, con un muro al fondo de una prodigiosa arquitectura árabe, adherido a otro muro del palacio de Carlos V. Extraordinario patio de la Alhambra, con un estanque ancho y largo, ceñido por oscuros y exactos arrayanes, de una armonía única, con su reflejo fijo y geométrico en el agua, seguro y pensativo. Crepúsculo maravilloso, resonado de la voz de José Manuel Caballero Bonald, invitando a la lectura de Granada, en su Granada, el escalofriante verso acusador de Antonio Machado y título del último libro de Ian Gibson sobre la vida cotidiana de Federico en Granada. Yo, como en Fuentevaqueros, recité tres de mis poemas dedicados al poeta a lo largo de su vida. Cerró el emocionadísimo acto el cantautor granadino Carlos Cano, que sobriamente, sin adornos andalucistas, cantó algunas casidas de Federico, resaltando la titulada Palomas oscuras.
Una inmensa y redonda rueda de negros vencejos manifestó gritando su protesta por el espacio del Patio de los Arrayanes, mientras resonaba la voz del acto para el libro de Ian Gibson y comenzaba a entrar la noche.
(C)
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