El mito de la revolución
La aceleración del proceso de cambio político en la URSS de Gorbachov ha determinado una insólita proliferación de debates sobre la perestroika, pero también un interés creciente por sus antecedentes históricos. En las últimas semanas he asistido en Italia a dos congresos, organizados uno por la Fundación Feltrinelli, sobre el mito de la URSS en la cultura europea, y otro por el Instituto Granisci, en torno a la era del estalinismo. El espectro de participantes respondía a la tradicional amplitud de las iniciativas de la izquierda italiana: en torno al núcleo de representantes soviéticos y de los países del ex socialismo real, sovietólogos americanos, historiadores del Partido Comunista Italiano (PCI) y otras corrientes, especialistas tan lejanos entre sí como Annie Kriegel, Moshe Lewin, Alec Nove o Eric J. Hobsbawni. Sin embargo, lo que destacó en ambas reuniones, por encima de la calidad de las ponencias, fue el denominador común de encontrarnos ante una página irreversiblemente vuelta de la historia, en los antípodas del deslumbramiento que ejerciera el mito de la Rusia soviética sobre los intelectuales de izquierda en los años treinta. Y las intervenciones del Este no contribuyeron a edulcorar las imágenes en este sentido. El escritor soviético Len Karpinsky, hijo de un bolchevique compañero de Lenin, resumió su propia historia como un cuento de Caperucita Roja que acaba en los dientes del lobo. La revolución de 1917 se hizo de febrero a octubre; ahora tocaba desandar el camino de octubre a febrero.Los análisis se centraron en la responsabilidad de la era de Stalin. Especialmente por parte rusa parece existir una clara tendencia a contemplar ese período como una deformación radical de signo totalitario en que el proyecto de 1917 pasa a convertirse en un museo de horrores, desde el ángulo de la represión, y en un diseño económico ineficaz a largo plazo, cuyos efectos alcanzan a todos los sistemas socialistas posteriores. Tras el balbuceo renovador del 20º congreso, la era de Breznev habría sido un intento de mantener el modelo económico y el dominio de la burocracia del partido que se forjaron en tiempos de Stalin, suprimiendo los aspectos más visibles de la represión política. El espectacular fracaso de este ensayo de estabilización, tanto en el campo de las relaciones económicas como en la política exterior (carrera de armamentos, Afganistán), exigió una reconversión general del sistema a partir de una conciencia de fracaso que se extiende hoy a una
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proporción mayoritaria del grupo de países socialistas. De ahí que también para los historiadores soviéticos el enfoque de su pasado corresponda al intento de cancelación de todo un cielo histórico.
Es una explicación que no deja de tener elementos aprovechables. La centralidad de Stalin, si salvamos las fronteras de la valoración del individuo, permite ir más allá del análisis de las instituciones. El estalinismo aparece como una lógica de la acción política, con una clara funcionalidad, tanto a la hora de resolver, por vía de estabilización y supresión autoritaria, los problemas de la sociedad rusa de los años veinte como para engarzar violencia y consenso en la dominación de un partido único. De ahí que, mediante la intervención de los partidos comunistas, el estalinismo se convirtiera en fórmula política exportable incluso para procesos revolucionarios inicialmente enfrentados con su propia concepción de modelo. La revolución china sería un primer ejemplo, sin olvidar secuencias históricas tan cercanas a nosotros como la reestalinización de los partidos comunistas occidentales, que poco tiempo atrás, con Carrillo y Marchais al frente, protagonizaran una reconciliación aparente de comunismo y democracia. Claro que en estas experiencias, al no poder proyectar el tipo de dominación que se ejerce en el partido sobre el Estado y la sociedad, el resultado fue un proceso de autodestrucción. Pero ambos casos constituyeron un espléndido contraste de la concepción del estalinismo como modo de hacer política, marcado por una serie de elementos articulados entre sí: la centralidad del partido, el determinismo histórico que le confiere el papel de vanguardia, la estimación consiguiente del otro como enemigo o instrumento, dentro de una concepción maniquea y militar de la política, y, por fin, el juego de coerción y consenso que elimina el valor de toda normatividad, generando un entramado piramidal desde la sumisión de la base -políticamente pasiva y activista en cuanto militante- al poder concentrado en el secretario general. Con la lógica consecuencia de que la muerte del estalinismo, más allá de la desaparición del dictador y de su sistema de terror en la URSS, sólo tendrá lugar con la abolición del tipo de partido que Stalin generó a partir del bolchevique, el cual, según nos recuerda Adani Schaff, sigue vivo aún hoy, tanto en las formaciones residuales de Europa occidental como a la hora de decidir desde el poder matanzas como la de Tiannanmen.
La lección es que corresponde ante todo a la izquierda europea ajustar las cuentas con ese pasado. Lo que ocurre es que una aproximación mínimamente rigurosa no puede detenerse en la subida de Stalin al poder. Conviene tener en cuenta los elementos del proyecto leniniano que integra Stalin, en un marco de profundas diferencias teóricas y personales, y sobre todo hay que recordar que la lógica de inversión propia del ideario de Lenin, esquematizada en El Estado y la revolución, pero viva hasta sus últimos escritos, debe ser juzgada como la matriz del agregado de contradicciones y estrangulamientos que en la revolución rusa hacen factible la solución aparentemente estabilizadora de Stalin. No basta, pues, medirse con el estalinismo. El fracaso soviético obliga a pensar de otro modo las transformaciones sociales y políticas; en definitiva, lleva a reformular el concepto de revolución.
Porque el agotamiento del impulso surgido de octubre de 1917 tampoco legitima las posiciones conformistas respecto a la evolución de la humanidad. La lógica imperante del capitalismo parece dirigida a ahondar inexorablemente las diferencias económicas hasta niveles intolerables para las sociedades del llamado Tercer Mundo y a poner incluso en cuestión el ecosistema de la vida humana sobre el planeta. El espejismo de los países en vías de desarrollo ha dejado paso a los estallidos que reproducen la vieja secuencia de los motines de subsistencias, de Argel y Amman a Rosario y Caracas. Son el contrapunto de los movimientos de insatisfacción popular en el mundo socialista. De ahí que en los momentos en que va haciéndose realidad un nuevo espacio europeo, regido hasta ahora por esa misma lógica capitalista, cobre sentido plantear la necesidad de una nueva izquierda europea, superadora de las barreras clásicas entre socialistas y comunistas democráticos. El neoliberalismo y el neoestalinismo serían sus fronteras, y había de ser capaz de insertarse en un horizonte de reformas concretas en Europa occidental y de empujar hacia la constitución de un nuevo orden económico internacional. Aun a sabiendas de que el avance político de esa euroizquierda no será fácil mientras persista la sombra negativa que sobre cualquier perspectiva de cambio proyecta en Occidente la crisis del mundo comunista. Las dificultades del PCI para conservar siquiera posiciones en una sociedad tan dinámica como la italiana son buen ejemplo de ello. Pero tal es hoy, por recuperar la antigua expresión, el único camino.
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