Retorno al horror
El pasado 1 de junio, EL PAÍS publicó una foto despachada por la agencia Reuter desde Argentina. En ella se ve a cuatro personas. Tres hombres, uno de ellos con una ametralladora en la mano, en posesión de la autoridad, o, al menos, de la fuerza, obligan a avanzar a una cuarta figura, con pantalones, con la cabeza cubierta por un jersei o prenda semejante. La imagen sugiere varias preguntas. ¿Quiénes son los que llevan al del rostro oculto? ¿Adónde le llevan? ¿Por qué con la cara tapada? Las posibles respuestas, visto el pasado reciente de Argentina, suscitan miedo, horror y dolor. Esa instantánea documenta una etapa, la última y trágica del gobierno del doctor Raúl Alfonsín. La primera del gobierno por omisión de Carlos Menem.Alfonsín se había propuesto, y esa intención formaba parte de su programa electoral, entregar el poder a su sucesor democráticamente elegido dentro de los plazos fijados por la Constitución argentina. Quizá esos plazos, que prevén un mandato presidencial de seis años, hayan representado un desafio excesivo en las condiciones políticas en que debían cumplirse. Pero la letra del documento constitucional podía haber admitido una flexibilización, de haber habido en las partes enfrentadas, a saber, presidente y oposición, una mayor y mejor costumbre democrática. La democracia es, entre otras cosas, una práctica, y mejora y se completa en la medida en que se la ejerce.
Consciente de los riesgos de tan prolongado período de gobierno, Raúl Alfonsín propuso en su momento una reforma de la Constitución reduciendo el lapso de poder a cuatro años y creando la figura del primer ministro, de modo de facilitar la alternancia y la corresponsabilidad con la oposición.
Faltó costumbre democrática, y faltó fair play, en los legisladores, en su mayoría peronistas, pero no sólo peronistas, que vetaron esa reforma, condenando a Alfonsín a permanecer en su puesto durante los seis años de rigor, fuese cual fuese la gravedad de las crisis a las que se viese expuesto, o a dimitir, dando de lado con el compromiso moral adquirido.
Faltó costumbre democrática en unos sindicatos, peronistas, decididos a frustrar toda tentativa de concertación y, en consecuencia, a impedir la aplicación de cualquier plan económico que se pudiera elaborar para un país al borde de la bancarrota como el que la dictadura entregó en 1983. Faltó costumbre democrática en una Iglesia, la más reaccionaria del mundo, incapaz de reconocer sin conspirar la legitimidad de avances sociales mínimos, como el representado por la ley de divorcio. Huelga recordar aquí hasta qué punto faltó y falta costumbre democrática en el Ejército argentino.
Pero también faltó costumbre democrática en las fuerzas políticas puestas precisamente al juego democrático, y en el propio presidente Alfonsín, llegado el caso, que prefirió insistir en su obsesión a reconocer la realidad.
Cuando, hace un par de años, las elecciones destinadas a renovar una parte de la legislatura y a los gobernadores provinciales dieron un triunfo no sólo claro, sino aplastante, al peronismo, prefigurando la derrota radical del pasado 14 de mayo, Alfonsín debió dimitir.Estaba claro, y los sucesos posteriores lo demostraron hasta el hartazgo, que ni los legisladores ni los gobernadores peronistas, entre estos últimos el de la provincia de Buenos Aires, con la mayor concentración de población del país, estaban dispuestos a la cohabitación. Por el contrario, ante la evidencia de un poder dividido, en que carecían del poder ejecutivo en el plano estatal, pero lo tenían en la mayoría de los territorios provinciales, iban a hacer, e hicieron, ingobernable la república.
Si gobernar un país en situación normal desgasta la imagen de cualquier hombre político, mucho más la desgasta el gobernar sólo formalmente, contra una legislatura que rechaza todo proyecto del Ejecutivo y contra unas provincias renuentes a toda planificación de Estado. Alfonsín, después de tres asonadas militares de importancia, que no lograron arrancarle la amnistía, después del fracaso de un plan económico cuyas virtudes o defectos jamás pudieron demostrarse, puesto que su aplicación se vio en todo momento objetada y limitada por la mitad opuesta del poder, después de dos derrotas electorales indiscutibles, y existiendo un presidente electo obligado a hacerse cargo de su mandato, debía dimitir inmediatamente. El no hacerlo no sólo ponía en peligro la estabilidad democrática, no sólo podía constituir una prueba de una terquedad antidemocrática, sino que además era una tontería.
Los argentinos, por abrumadora mayoría, han elegido a Carlos Saúl Menem para la presidencia. Menem ha sido criticado, si no denostado, en buena parte de la Prensa mundial, desde el lanzamiento de su candidatura, por sus patillas bárbaras, que una mirada más tolerante hubiese podido considerar románticas; por su ascendencia musulmana y por la más que improbable sinceridad de su conversión a la fe que la Constitución argentina exige, como si en un país de inmigración eso no fuese, cuando menos, previsible; por el corte de sus trajes, por su machismo, por su chulería, por sus frecuentes muestras de ignorancia en asuntos tenidos por elementales. Pero en ningún caso por lo fundamental. Y lo fundamental es que Menem representa el retomo al poder de la Triple A, la resurrección de los parapoliciales y del macartismo, el pacto de amnistía que va a devolver a la calle a los responsables de crímenes contra la humanidad, el retorno del nacionalismo antisemita. Su victoria es la consagración democrática de un líder antidemocrático. Aun así, Alfonsín debía dimitir.
Le votaron los más pobres, y su éxito implantó por un instante una suerte de justicia lírica. Tardó muy poco en proponer para su Gabinete a un hombre de Bunge & Born, una empresa cuyo destino estuvo estrechamente ligado a la política económica del videlismo, y que se encuentra, como el conjunto de la oligarquía agroexportadora a la que encarna, en el origen de la deuda exterior argentina, de cuya parte privada, merced a la gestión de la pasada dictadura, responde solidariamente el Estado. Ahora, forman parte de su diseño de Gobierno sindicalistas corruptos y especuladores que medraron a la sombra de la "guerra contra la subversión", vendiendo bienes de desaparecidos.
Los individuos de la fotografía no han tapado el rostro de aquel al que llevan por la fuerza para preservar su anonimato. No le han velado los ojos para que no sea reconocido, sino para que no reconozca a quienes desde ese momento disponían de su cuerpo y de su alma. No es imposible que se esté ante el registro de una desaparición. La primera de una nueva época. Con los que tienen hambre, tras ellos, contra ellos, se han echado a la calle hombres armados sin identificación visible. Hay que empezar a llorar por el destino de sus víctimas. No son pocos los bien pensantes hijos de la clase media depauperada que, temerosos del caos, han empezado a pensar en las virtudes organizadoras de las fuerzas armadas. Menem está donde está para, entre otras cosas, legitimar su intervención. Pero, hasta el final de junio, el responsable histórico es Raúl Alfonsín, que suscribe los actos del gobierno por omisión de Carlos Menem. Alfonsín debería haber dimitido el 15 de mayo. Lo ha hecho casi un mes más tarde. Nadie se lo va a agradecer.
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