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Las tripas de la familia

Hasta en las mejores familias aparece, de cuando en cuando, una persona decente. Se han dado casos, incluso, de ver brotar ramas decentes a un mismo tronco y solar. Con aquella familia bienquista, bienpensante y, sobre todo, bien vista emparentó don Amador gracias al llano y laudable hecho de un amor juvenil del que, a la postre, resultaría inocente.En toda familia taurina -la suya y la mía, inocupado lector- reluce la presencia de aquel que amó en tiempos los toros bravos, los vinos viejos y las adolescentes en agraz hasta que un día funesto se vio travestido en renegado. La vida le retiró de los amores, el hígado de los nobles alcoholes y con conciencia culpable pretendió pagar, arremetiendo contra la taurofilia, una deuda que sólo fuera excusa de impotencias. Como fiel renegado embiste contra los viejos contertulios, y se cree más alto cuando logra cortarle los tobillos al prójimo más próximo; pontifica tanto cuanto ignora. El renegado abjuró de las claras verónicas, mintió sobre el estremecimiento de las mozas casaderas y se aplicó a ingerir bebidas turbias hasta confundir en su negro paisaje la hermosa lidia del toro bravo con el mal sabor de sus recuerdos frustrados. Don Amador jamás renegó de nada.

Conversos de nuevas tauromaquias llegan en tropel los meapilas de normas apenas deletreadas, los muñidores de alcancía y los repetidores de consejos no aplicados; aquellos que se incrustan en toda familia taurina desde el cacareado y falso exilio, desde el falso indulto de ser ellos mismos. Pretenden que ya no les aprieta el dogma ni se lo prohíbe su célula. Llegan predicando la apoteosis de lo lúdico y la virtud de la ceremonia. Son quienes no oficiaron otra prebenda que la delación, ni conocieron juego que no fuera narcisismo. Vienen acompañados para el viaje -y sin alforjas- de ejecutivos recién acuñados en oro chapado, de moninines de solapa, burócratas de adorno y aseguradores del miedo.

No sienten rubor -tan agresivo se lo montan ellos en adoctrinar desde la ceguedad a los viejos sabedores, los catados asistentes, los prudentes aficionados. Parientes recién compartidos, hemos de aguantarlos con serenidad tal que Séneca palidecería en estoica envidia. Por si fuera poco, y tras aburrir a los antiguos dioses con el catecismo de su ignorante reglamento, proceden con rara habilidad a amontonar todo género de culpas sobre la flora política. Virtud excelsa de la democracia y prueba de inmortalidad sea ésta de contemplar a tanto tonto que arregla los mundos arrimando su verbo al ojo ajeno y echando en los hombros públicos cada uno de los defectos que personalmente atesora. Quizá por no ser como ellos, don Amador nunca se reconvirtió en nadie ni en nada.

Guardias pretorianas

No habrá familia taurina que se precie y que no disponga de su ración correspondiente de tendido 7. Los tragabocatas del 7 y sus más tiernos allegados guardan la esencia última de castas, razas y fundamentos: vigilan la honra de los donceles, la pureza de la masacre, el rigor de la nada. Sin ellos -según ellos- la fiesta dejaría de ser tal en tres semanas, desabrigada, inerme, violadísima. Apenas se acierta a comprender cómo la fiesta pudo existir antes de su llegada inmarcesible. Ya la familia taurina puede dormir tranquila con semejante guardia jenízara. Para eso a los jenízaros se les metía con calzador la nueva religión desde niños. Nadie puede creer tanto en fe ajena como ellos lo hacen. Son aquellos que han dejado de creer en los dioses familiares para depositar una fe ciega -valga el pleonasmo- en cada horóscopo matinal y vago que encuentran. Don Amador, quizá con buen acuerdo, no defendió otra virginidad sino la del aceite de oliva. Hasta sus muertes.

¿Qué familia no goza en sus senos la presencia de algún triste biológico, escaso genético o depresivo innato? Son gentes nacidas para disfrutar su odio, defender una alegría de la que carecen y aparentar una vida que es tal. No poseen la vista del renegado, la estrategia del converso, la lealtad del jenízaro. Pero pertenecen a la misma familia, comparten eso que las visitas al uso denominan aires de familia. Don Amador no fue escaso biológico ni contertulio arrepentido, ni amargado congénito. Don Amador tuvo la desgracia de ser tal cual.

Había asistido don Amador al desguace de las cuadras, la ruina de los carruajes a la intemperie cuando ocurrió el fallecimiento del patriarca don Alonso. Así que pasaron cinco años, don Amador disfrutaba una tarde de la lidia en silencio magistral. Bajo la paralítica tramoya del picador apareció un jaco malcomido. Don Amador abandonó su barrera para regresar 10 minutos después. El jaco no compareció en las siguientes tandas de puyazos.

Don Amador había comprado aquel jaco agalgado que un día fuera el caballo de don Alonso, orgullo de la familia y alegría del Nene Juan. Y, sin alharacas, la familia brilló en su estúpido esplendor. Todos ellos, taurinos y antitaurinos, habían perdido el tiempo lavando en casa las miserias del toro, y todos, absolutamente todos, habían olvidado que la fiesta es espléndida, total, redonda como el albero indica.

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