Miradas
Probablemente se conocieron en uno de esos pastos urbanos del crepúsculo, entre copas vacías y los apretujones de esa vanidad de baratillo que flota en los comederos culturales. Él era un artista del ojeo. Se instalaba en el vértice de los salones y resistía el embate de la mirada ajena hasta que le crujían las pestañas. Cuando ella apareció en la recepción del brazo de su marido famoso y contestó a su mirada de torniquete con el navajazo de sus ojos negros, él se dio cuenta de que finalmente había encontrado una compañera de juego. Se palparon a distancia, manteniendo tenso el hilo invisible que unía sus pupilas. A la salida, tal vez ni se citaron. Se acababan de conocer y todos los secretos rebosaban por los ojos. Jugarían a mirarse en el deseo del otro, y para ese juego no hacen falta agendas.Fue un inquietante romance sin más caricias que las del aire ni más palabras que las imposibles. Aprendieron a citarse manteniendo el riesgo del azar de no encontrarse. Se verían en un solar vacío siempre que a las tres lloviera; irían a la final de fútbol, cada uno por su lado, por el placer de verse al ser las dos últimas siluetas en abandonar las gradas; coincidirían en la ópera y buscarían en la penumbra su mirada ávida tras la ortopedia de los gemelos; acabarían frecuentando los funiculares para vivir la enorme ansiedad de mirarse por la ventanilla en el brevísimo momento de cruzarse.Al cabo de unos meses, el experimentado artista de la mirada sintió el chirriante dolor de tanto deseo gaseoso y tuvo un momento de debilidad. Rompieron las reglas. Él la esperó en la habitación de un hotel lejano y cerró las luces y los postigos para no mirarse más que con las manos. La esperaba a oscuras escuchando sus pasos sobre la moqueta, pero ella nunca llegó. Cuentan que se quedó atascada en un semáforo, incapaz de arrancar, a pesar de los insultos y las bocinas. Un motorista de tráfico la miraba intensamente sobre las carrocerías. Aún deben andar por la ciudad buscándose los ojos por los cruces.
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