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El castillo, la Iglesia, el Estado y nosotros mismos

El monasterio y el castillo invitaban a la comunión y a la centralidad. El claustro y el patio de armas obligaban al encuentro en el espacio común y vacío cuyo horizonte vertical era el cielo, lugar en el que estaba o del que venía la luz y la guía de todos, el vértice del orden al que la cruz y la espada se sometían. Fuera de esos lugares, un pueblo extramuros que acataba o que interiorizaba un orden al que servía de base y contra el que alguna vez rebeló sus armas. En ese limitado universo social, la individualidad sólo existía en función de la idea común del mundo que la religión aportaba. Una idea cuya base era el entendimiento de ese mundo como lugar de paso y valle de lágrimas. Incluso para rebelarse el pueblo usó de la idea religiosa, contraponiéndola a la burocracia romana como ideal aguado por una Iglesia corrupta o demasiado humana. Sobre los agros de Europa una idea colectiva de sometimiento a la divinidad y de vida en común ahogaba cualquier posibilidad de emergencia de un individuo propietario de sí mismo. Dios era el espacio simbólico en el que cabían todas las almas gustasen o no de acudir al club comunal.Esta constitución de lo social alrededor de lo colectivo-religioso, con el castillo-cuartel, la capilla y el monasterio como lugares especialmente significa tivos, es la que nosotros hemo heredado y la que ahora empieza a quebrarse tras pasar las graves crisis renacentistas, ilustradas y revolucionarias. A nosotros ya con importantes estragos, aunque éstos eran, sobre todo, de índole sustitutoria: el castillo y la capilla, por simplificar, rendían cuentas ahora a un dios nuevo y a una Roma laica: al mismo Estado contemporáneo, cuya potencia unifica dora, más burocrática que propíamente ideológica, es obvia. Pero es ahí, en el cruce de su so lidez burocrática y su disponibi lidad ideológica, donde emerge un individuo que empieza a sa lir del pasmo kafkiano ante tan to papel y tanta regla, y saca su cabeza entre los expedientes, cobra cierta autonomía y decide individualizarse: acata la liberalidad competitiva, asume algu nas responsabilidades ideológi cas, acepta su soledad y se distancia, siquiera levemente, de las grandes ideas colectivas. Este individuo que somos todos está experimentando una nueva forma de vida. Es seguro que es más egoísta que sus ancestros, y también es cierto que para cualquier moral clásica su ejemplo es deleznable. Es posible que lo sea. No olvidemos, sin embargo, que este individuo debe asumir una cuota de responsabilidad sobre sí mismo como nunca lo había hecho. Este individuo opera desde un vacío normativo angustioso y debe reconstituir la idea de lo colectivo a partir de una situación nueva y dificil: cualquier proyecto común debe pasar por su propia autonomía, y esa autonomía debe darse en el marco de la vida cotidiana, no ya en el futuro utópico de un cumplimiento ideológico, en el que ya no cree. Este individuo al que tantas veces definimos como alienado y similares ha ganado, sin embargo, una parte importante de individualidad y concreción diaria en su vida.

De unos años a esta parte, la iniciativa ciudadana, que parecía dormida o asfixiada ante la gran mole del Estado central y regulador de corte soviético o el Estado democrático, racionalizado y productivista de corte occidental,, comienza a recuperarse y a dinamizar la vida social. Una etapa parece haber concluido. Era esa etapa tardomedieval que asustaba a Bertrand Russell: "La inferioridad de nuestra época... es el resultado inevitable de que la sociedad esté más centralizada y organizada hasta un grado tal que la iniciativa individual ha quedado reducida un mínimo".

Nada garantiza que no haya regresiones en este proceso de individualización que podemos llamar también de democratización. El individualismo contemporáneo es algo más que la concreción de una ideología de la competencia pura. Es (y sobre todo es) la salida de los largos siglos comunales en los que ese individuo no existía o no podía realmente existir.

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Moderadamente dueño de sí mismo, este individuo debe improvisar esos que llamamos "un pensamiento o una idea del mundo" que tenga algo que ver con su propia experiencia. Una idea del mundo que salga de dentro hacia el exterior y que no vaya sólo del exterior a su desconcertado interior. Una idea propia, que es algo tan importante al menos como aquella "habitación propia" que pedía Virginia Wolf. Es difícil de creer que ese espacio mental propio le vaya a ser de fácil construcción. Quizá no le dejen.

Las cenizas de un universo doctrinario están presentes y vuelan y molestan como la hojarasca.

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