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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Formas de tortura

EL TÉRMINO tortura, que los legisladores democráticos habían obviado hasta el momento, ha sido incorporado por fin al Código Penal, pero se ha hecho de un modo peculiar. Se ha abandonado la tradicional configuración del delito de tortura como el específicamente cometido por autoridades o funcionarios públicos para obtener información de las personas sometidas a su custodia y se ha introducido como circunstancia que agrava la pena correspondiente al delito de lesiones. Así, cuando entre en vigor el Código Penal reformado, podrá ser también condenado como torturador el particular que lesione a una persona, siempre que "hubiere empleado tortura".Es más, el texto aprobado en el Congreso de los Diputados continúa eludiendo la palabra tortura cuando describe tal delito, empleándolo, sin embargo, cuando se refiere a la nueva forma de agravación de las penas para las lesiones cometidas por particulares. Nadie, seguramente, se opondrá a que los delincuentes que se dediquen a atormentar a sus víctimas sean castigados con unas penas más severas que quienes las lesionen utilizando procedimientos menos refinados. Pero esa elevación de las penas ya estaba prevista mediante el mecanismo de las circunstancias agravantes de alevosía o ensañamiento.

El convenio contra la tortura firmado en Nueva York en 1984 y ratificado por España vincula la tortura a "los dolores o sufrimientos" infligidos "por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas" y respecto a personas sometidas a su poder. De ahí el asombro que suscita que incluso desde la izquierda política se haya saludado una iniciativa cuyo principal efecto es anegar la especificidad de un delito propio de determinados aparatos del Estado en un océano de generalidad. Ello no ayudará precisamente a erradicar esa lacra. La tortura, al igual que el cohecho o la prevaricación, son delitos cuya especificidad deriva de la función social asignada a las personas que los cometen, sin que quepa referirlos a la generalidad de los delincuentes.

No es difícil adivinar la intención política de equiparar penalmente las barbaridades que infligen los terroristas a sus víctimas con las torturas en que pueden incurrir los funcionarios del Estado. Sin embargo, por condenables que sean ambas, sólo las autoridades o sus agentes merecen el reproche jurídico específico del delito de tortura, porque sólo ellos dilapidan la confianza que la sociedad pone en sus manos al concederles el monopolio del uso legítimo de la coerción.

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