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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Daño a terceros

DESDE QUE UGT y CC OO anunciaron una movilización general de los trabajadores del sector público destinada a desbloquear la negociación colectiva se han firmado unos 40 convenios en el sector privado que afectan a más de 800.000 asalariados. Ello ha sido esgrimido por los dirigentes sindicales, en vísperas de la jornada de paros de ayer, como prueba de que su estrategia es correcta. Sin embargo, el hecho de que esos mismos dirigentes explicaran la iniciativa de concentración en 24 horas de todas las movilizaciones como destinada a "evitar enfrentamientos entre los trabajadores y los usuarios de los servicios públicos" indica que eran conscientes del riesgo que asumían. Porque la concentración de las molestias no anula el hecho decisivo de que el blanco contra el que se dirigen las huelgas no son ya los empresarios, sino los usuarios de servicios públicos no sustituibles para la mayor parte de la población, y en particular para los propios trabajadores.Pero no es casualidad que mientras los convenios en el sector privado se han ido negociando con una cierta normalidad, en el sector público apenas se haya avanzado en varios meses. En efecto, el Gobierno parece estar utilizando la negociación colectiva en estas empresas como un episodio más de su particular pulso con los sindicatos, a sabiendas de que la impopularidad por la paralización de los servicios va a recaer en primer lugar sobre los sindicatos.

En el campo de los servicios públicos, el eco de las movilizaciones se mide necesariamente por la incomodidad que producen, por la exasperación social que provocan. La lógica de fondo es que cuanto mayor sea esa exasperación, mayor será la presión social para que la Administración -obligada a mantener el orden público e interesada en evitar graves desarmonías sociales- ceda a los requerimientos de las centrales. Pero es una lógica envenenada. Por una parte, porque el riesgo de que la cuerda se rompa es grande; por otra, porque esa dinámica favorece la escisión entre sectores de la clase trabajadora. Especialmente cuando tiende a hacerse evidente que los sectores más pudientes de la sociedad tienen medios para sustraerse a los efectos de esas huelgas: ellos no viajan en metro ni autobús, disponen de pantallas parabólicas de televisión, acuden a las consultas privadas de los médicos. El hecho de que el fenómeno sea común a países como Italia, Francia y España indica que hay motivaciones que desbordan cualquier consideración meramente psicológica: sin duda, tiene que ver con la terciarización de la economía, con el incremento del paro, con los efectos de las políticas neoliberales puestas en práctica por los Gobiernos. Pero se echa en falta una reflexión de las centrales sobre el papel del recurso a la huelga en esas condiciones. En la duda, parece que se opta por la huida hacia adelante.Esa huida favorece, a su vez, las expectativas de los sectores tecnocráticos, que consideran a los sindicatos instrumentos disfuncionales y anacrónicos. Esos sectores pueden contar con la comprensión del público -concepto anglosajón muy aplicable al caso- para articular medidas que supongan restar protagonismo social a los sindicatos. Las recientes disposiciones del Ministerio de Trabajo sobre financiación de los contratos indefinidos, aprobadas sin la participación sindical, van probablemente en esa dirección. En otros países, la cosa ha ido más lejos: sectores trabajadores han apoyado implícita o explícitamente recortes al derecho de huelga.

Como en el caso de otras libertades fundamentales, ninguna razón política puede justificar poner límites a su ejercicio. Pero la mejor manera de descargar de razón a quienes, ahora o en el futuro, pretendieran ir por el camino de la regulación restrictiva del derecho de huelga consiste en que los sindicatos renuncien a convertir el recurso sistemático a la huelga en una permanente pesadilla para los ciudadanos.

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