La sentencia de la colza
Para los autores del artículo, la sentencia del tribunal del síndrome tóxico ha frustrado muchas esperanzas, puesto que ni ha condenado adecuadamente a los acusados, ni ha intimidado a futuros posibles adulteradores de alimentos, ni ha conseguido que la sociedad se sienta protegida por la Administración de justicia. El error fue, a su juicio, la incorrecta aplicación de la ley.
Las sentencias de los tribunales penales sirven, además de para condenar o absolver a los acusados atendiendo a las pruebas practicadas, para que la sociedad reciba un mensaje sobre las consecuencias que trae consigo la realización de hechos delictivos. Sin dar pábulo a ningún tipo de venganza, es cierto, no obstante, que las sentencias condenatorias cumplen una función preventiva, que consiste tanto en intimidar a otros posibles infractores de la ley como en conseguir la confianza de la sociedad en torno a los tribunales de justicia.Después de 15 meses de juicio y 11 para dictar sentencia, precedidos de seis años de investigación judicial, el tribunal de la colza ha frustrado muchas esperanzas: ni ha condenado adecuadamente a los principales acusados, ni ha intimidado a futuros posibles adulteradores de alimentos, ni ha conseguido que la sociedad se sienta confiada y protegida por la Administración de justicia.
Las dificultades del fiscal y las acusaciones particulares para demostrar plenamente algunos hechos son inherentes a un caso de tanta complejidad, pero se vieron aumentadas por la libertad con que actuaron los acusados para destruir pruebas materiales y documentales en los primeros meses de la tragedia, según reconoce la sentencia. Ello no ha impedido, no obstante, que en el sumario y en el juicio se hayan reconstruido meticulosamente, en su mayoría, los circuitos del siniestro comercio con aceites tóxicos, desde el afectado por la enfermedad o sus familiares hasta los importadores del aceite tóxico, pasando por una lista completa de vendedores ambulantes, almacenistas, conductores de camiones cisterna y refinadores, todos ellos comparecientes en el juicio oral.
No obstante, la sentencia ha decepcionado, y ello a pesar de que ha considerado claramente probado que el consumo de determinados aceites fue el causante del síndrome tóxico.
Algunos habían introducido tanta confusión en la opinión pública sobre la posible relación de causalidad entre el síndrome tóxico y el consumo, a través de hortalizas, de productos organofosforados, entre otras fantásticas hipótesis, que, al menos, es de esperar que a partir de ahora sean más prudentes en sus afirmaciones. Las pruebas sobre la relación entre el consumo de aceites que habían sido desnaturalizados con anilina y las muertes y la enfermedad fueron tan contundentes que el tribunal no podía por menos que declararla probada, y así ha ocurrido, como sucedió también en otras famosas sentencias de tribunales extranjeros que se confrontaron con casos similares.
Tan evidente es esa asociación entre aceite y enfermedad que los magistrados han prescindido en la sentencia de mayores fundamentaciones, considerando suficientes algunos argumentos genéricos. No es posible compartir esta actitud del tribunal, pues, aun no cabiendo duda sobre la causalidad del aceite, la fundamentación en la sentencia deberá haberse confrontado con la numerosa prueba pericial y testifical practicada, hasta llegar a explicar las razones de la propia convicción del tribunal. Si a ello se añade la no menos exigua fundamentación jurídica del complejo tema de la prueba de la relación de causalidad y aplicación del artículo 348 del Código Penal, entonces la conclusión tiene que ser que la sentencia de la colza ha acertado; ciertamente, al afirmar que la causa del síndrome tóxico es el consumo de esos aceites, pero no pasará precisamente a los anales de la historia del Derecho Penal como un modelo de sentencia fundamentada. En esto no estamos, desde luego, a nivel europeo (recuérdese, por ejemplo, la sentencia sobre la Talidomida).
Pero la polémica discurre ahora, sobre todo, por el camino de la injustificada benignidad de las penas impuestas a los principales acusados. Se ha extendido en la opinión pública, e incluso entre los especialistas que no conocen la sentencia más que por referencias, que la razón de esa benignidad se encuentra en que los acusados no quisieron matar, ni lesionar, y por eso, porque sólo actuaron imprudentemente, las penas son tan benignas. Con cierta frecuencia se añade a este argumento la crítica a una legislación que supuestamente prevé penas tan leves para hechos imprudentes de catastróficos resultados.
Benignidad
Con el solo afán de aclarar las cosas a quienes no han tenido la oportunidad de conocer desde dentro el caso de la colza y su sentencia debemos decir que ni lo uno ni lo otro es cierto, aunque el propio tribunal haya intentado justificar así su sentencia ante la opinión pública.
Siempre hemos pensado, y lo dijimos así, como acusadores en el juicio oral, que los industriales aceiteros, cuya intervención en el siniestro tráfico de aceites adulterados ha quedado ahora probada, no quisieron, al realizar sus delictivas conductas, sembrar la muerte y la enfermedad en miles de familias. Pero no por ello debemos dejarnos confundir: la ausencia de voluntad de matar o lesionar no justifica legalmente, en absoluto, la benignidad de las penas impuestas, al menos, a cuatro de los cinco principales acusados y condenados (Pich, Salomó, Alabart y R. Ferrero). La más inmediata demostración de que es legalmente posible condenar a graves penas a quienes matan y lesionan sin quererlo son los 20 años de reclusión impuestos, al amparo del artículo 348 del Código Penal, a uno de ellos (J. M. Bengoechea), que tampoco quiso, ni directa ni eventualmente, matar o lesionar, según la propia sentencia. La primera y más grave insuficiencia de esta decepcionante y, a pesar de los 11 meses utilizados por el tribunal, precipitada sentencia es no haber calificado y condenado igualmente a los cinco industriales, cuya connivencia y distribución de funciones en la ejecución del plan delictivo ha quedado probada.
Es necesario, por eso, evitar en este caso acudir como justificación de la benignidad de las penas a la insuficiencia o incorrección de la ley, o a que sólo se ha tratado de una imprudencia, sobre todo si se tiene en cuenta que la benignidad de las penas impuestas, por ejemplo, a dos de los cinco principales acusados (Ramón Alabart y Enr¡que Salomó) se debe a que ni siquiera han sido condenados por imprudencia con resultado de muerte o lesiones, o estafa al consumidor.
Aplicación incorrecta
La ley penal -antes y después de la reforma de 1983- no es insuficiente para hacer frente a hechos tan graves como los síndromes del aceite tóxico, sino incorrecta la aplicación de la misma hecha por el tribunal. El legislador sí sabe que hay imprudencias e imprudencias, es decir, que unas deben ser más gravemente penadas que otras, y por ello ha previsto que quien mezcla productos nocivos para la salud en alimentos o comercia con ellos, y además produce el resultado de muerte y lesiones sin quererlo por su imprudente manipulación o comercio del alimento, se hace merecedor de una pena de 20 años de reclusión -muy superior a cualquier otra imprudencia-, por aplicación del artículo 348 del Código Penal.
La ley penal nos protege, por tanto, como consumidores de productos alimenticios frente a quienes los adulteran y, sin quererlo, producen así muertes y lesiones. La cuestión en la sentencia de la colza es, pues, si se ha aplicado correctamente esa ley, y la respuesta sólo es afirmativa en el caso del principal condenado.
Por eso, los afectados, sus familiares y toda la sociedad, así como la comunidad jurídica internacional, deben saber que la benignidad de las penas, impuestas a todos los condenados menos a uno no se debe a que la ley esté mal hecha, ni a insuficiencia de hechos probados, sino a que no se ha aplicado correctamente la ley por parte del tribunal. Nuestro Tribunal Supremo tiene ahora la palabra.
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