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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La cita de Casablanca

NADIE QUE conozca los complicados mecanismos de relaciones entre los países árabes -un denominador común que abarca realidades nacionales tremendamente diversas, cuando no enfrentadas- podía pretender que la reunión de jefes de Estado de Casablanca resolviera en sólo tres días los graves problemas que se arrastran desde décadas, algunos de los cuales -los casos de Palestina y Líbano- afectan no sólo a la estabilidad de la región, sino a la de todo el planeta.El primer y más importante resultado de esta cumbre es que se haya podido celebrar. Hace apenas unos meses hubiese sido impensable reunir en torno a una misma mesa a viejos e irreconciliables enemigos de tantas batallas. Porque, escondidas detrás de los más efusivos y sorprendentes abrazos públicos -el del presidente egipcio y el líder libio, el de Yasir Arafat y el presidente sirio, el de Mubarak y Al Asad-, latían aún tensiones fratricidas demasiado recientes y profundas.

La reunión de Casablanca marca también otro hito importante: el regreso de Egipto, por la puerta grande, al puesto que le corresponde dentro del conjunto de naciones árabes. Egipto es, en casi todos los órdenes, el-país más importante de la región. Su población es la más numerosa, y su influencia sociocultural, la de mayor peso. Su fortaleza militar hace de él una de las primeras potencias de Oriente Próximo. Cuando, hace 10 años, decidió hacer las paces con Israel, el entonces presidente, Sadat, escandalizó a sus aliados árabes, pero hizo que el resto del mundo concibiera por un instante la esperanza de una solución para el problema palestino. Egipto fue expulsado de la Liga Árabe, sus antiguos amigos rompieron con él e Israel hizo realmente muy poco por demostrar que Sadat iba por buen camino. En realidad, la solución del problema palestino, como han puesto de manifiesto los 10 años transcurridos, pasa por otras coordenadas.

Tanto EE UU como la presidencia de la CE han hecho todo lo posible para intentar que la reunión de Casablanca reaccionara con moderación al plan de Shamir. Felipe González se reunió con el rey alauí el pasado fin de semana para pedirle sus buenos oficios en intentar evitar una nueva ruptura total con Israel. El proceso de paz ha venido avanzando a pasos mil¡métricos, con grandes alharacas de hostilidad verbal, pero moviéndose en la buena dirección. Arafat ha ido consiguiendo el endoso de los países árabes a sus planes de paz y, vencida en gran medida la oposíción interior al reconocinfiento explícito de Israel y a la renuncia a la violencia, puede conseguir convertirse por fin en el verdadero interlocutor de su propio destino. Para eso necesita no sólo el apoyo del mundo árabe, sino también el del mundo occidental.

Siria es, probablemente, el gran apestado. No pertenece a ninguno de los grandes bloques árabes (el Consejo del Golfo, la Unión del Magreb o el Consejo de Cooperación Árabe) y la intransigencia e intratabilidad de su presidente, Al Asad, han hecho ímposible un atisbo de solución para la tragedia de Líbano, un problema que todavía anoche estaba bloqueando el final de la cumbre. Los jordanos habían propuesto a este respecto la creación de una fuerza militar multiárabe que sustituyera a los ejércitos sirio e israelí estacionados en distintas partes del país. Sin embargo -y esto lo sabe bien la diplomacia norteamericana-, toda posible solución a los dos problemas claves de Oriente Próximo (Palestina y Líbano) sería sencillamente inviable sin la colaboración del régimen de Damasco. No sería buena política, en consecuencia, aumentar una sensación de aislamiento que hace de Siria en estos momentos un factor impredecíble y un foco de permanente tensión en aquella torturada región.

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