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Reportaje:CITA EN CASABLANCA

Gaddafi y Asad, vestigios de la lucha por el panarabismo laico

El coronel Muammar el Gaddafi y el general Hafez el Asad son los últimos bastiones de una concepción del mundo árabe malherida con la victoria israelí en la Guerra de los Seis Días y enterrada con la firma de los acuerdos de paz de Camp David, en 1979, entre Egipto y el Estado israelí. El libio Gaddafi y el sirio Asad son una especie de anacronismo viviente para la mayoría de sus pares sentados estos días en el palacio real de Casablanca, pero, como decía ayer un prestigioso periodista egipcio, "no se les puede condenar por seguir sosteniendo un sueño que fue el de todos los árabes durante más de dos décadas".

Ese sueño, el de un panarabismo laico, radical y populista, capaz de reconquistar por las armas toda la Tierra Santa expoliada por la "entidad sionista", tuvo sus grandes estrellas en el rail egipicio Gamal Abdel Nasser y su compatriota la cantante Um Keltum. Cuando en los años cincuenta y sesenta, Nasser habla sin desmayo durante horas ante los micrófonos de Radio El Cairo, cuando acto seguido la Dama, la Estrella de Oriente, interpretaba sus hermosas melodías que se enroscaban interminablemente, en aquellos momentos mágicos, millones de árabes sintonizaban la emisora egipcia desde Marraquech, Argel, Beirut, Damasco, Jerusalén, Bagdad, y sentían, sabían que sus corazones estaban latiendo al unísono.Muamar el Gadafi llegó al poder en 1969; Hafez el Asad, dos años después. Cada cual a su manera, pretendieron recoger la antorcha de Nasser. Como el rais, ambos quisieron ser el nuevo Saladino. Su objetivo era convertirse en campeones de la causa árabe frente a los nuevos cruzados de Israel. Se veían a si mismos como guerreros victoriosos que alzaban sus estandartes sobre la Jerusalén histórica perdida en 1967.

El realismo del siglo XX

Pero en los tiempos de Saladino no existían Estados Unidos, la bomba atómica y otras realidades muy del siglo XX. Y mientras la mayoría de los dirigentes árabes iba paulatinamente aceptando la realidad, es decir, la inevitabilidad del Estado de Israel, la imposibilidad de una victoria militar, el aislamiento del coronel libio y del general sirio se hacía más patente. Al final, la revolución islámica de Irán planteó un desafío para los regímenes árabes aún mayor que el de Israel.

A sus 47 años, Gaddafi sigue cultivando el estilo que le ha hecho célebre. Se hace de rogar para acudir a las reuniones, levanta el puño cada dos por tres, viste trajes seudobeduinos diseñados en Italia, en fin, su presencia en las cumbres jamás pasa desapercibida. Pero en contra de lo que pudiera pensarse, es visto con un cierto cariño por sus colegas. Estos le saben un niño mimado, de reacciones imprevisibles, pero no olvidan que es el decano de los jefes de Estado árabes que no han heredado el poder de sus padres. Además, el bombardeo nortamericano de 1986 contra Trípoli y Bengasi, la primera guerra de EE UU contra un país árabe, ha dotado a Gadafi del aura del martirio.

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Asad, de 61 años, es menos vistoso físicamente, menos vocinglero y más consciente de sus fuerzas reales. Tiene una inmensa frente, viste discretos trajes occidentales y nunca hay manera de saber lo que está pensando. Al fin y al cabo, el presidente sirio es un miembro de la secta esotérica de los alauitas, uno de cuyos principios es la taquiya, el arte de disimular las propias convicciones en caso de peligro.

Los árabes temen a Asad, y hasta Estados Unidos hace lo posible por no enfadarle, sabedores, de su capacidad para tirar la piedra y esconder la mano, y deseosos, por otra, de que algún día deje su alianza con la URSS, circunstancia como la que Asad sostiene con Irán o cualquier otro socio, y se venga al campo occidental. Si a cambio hay que darle Líbano, piensan en EE UU, con su pan se lo coma.

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