A clase de italiano
El pasado 17 de mayo pronunció Bruno Trentin, secretario general de la CGIL, una conferencia en Madrid con la intención de explicar "la estrategia sindical ante el espacio social europeo". Y varias cosas de este acto pienso que merecen ser comentadas: su celebración, en primer lugar, en el anfiteatro de la facultad de Medicina, bajo la presidencia del rector de la Complutense, Gustavo Villapalos, dándose así de nuevo muestra a ese bendito afán de sacar a la Universidad de su recinto académico y acercarla -en este caso, de la mano de la Escuela de Relaciones Laborales- a la sociedad; la presentación de Trentin, en segundo lugar -además de por Antonio Gutiérrez-, por el presidente de la Comunidad -de Madrid, Joaquín Leguina, y la presencia en primera fila del ministro de Trabajo, Manuel Chaves; son muy importantes las formas; fue Gide, si no recuerdo mal, quien dijo aquello de que "lo más profundo es la piel". Y por último, y muy especialmente, merece comentario el discurso de Bruno Trentin.Biografía envidiable
Comentaba Leguina en su presentación que para toda una generación de progresistas españoles nacidos, ¡ay de nosotros!, entre los años cuarenta y cincuenta, la biografia de Bruno Trentin era envidiable.
Y así ciertamente es: nacido en Francia en 1926 de padres antifascistas emigrados; partigiano, de los de verdad, a los 16 años -"mis raíces están en la lucha partisana"-; estudiante en Harvard en 1947, donde se doctora con una tesis sobre las doctrinas económicas de la Corte Suprema de EE UU en materia de juicios de equidad; en el PCI desde 1950; secretario general de la mítica FIOM -el sindicato metalmecánico de la CGIL- durante la etapa heroica del sindicalismo italiano, y secretario general de la CGIL, por fin, desde el pasado noviembre.
Sindicato éste de casi cinco millones de afiliados, de mayoría comunista, que cuenta con el siguiente reparto convencional de responsabilidades: 60% PCI y 30% PSI, siendo su secterario general comunista y su secretario general adjunto socialista.
Curioso que el secretario general del sindicato más poderoso de todo el sur de Europa sea doctor por Harvard; diríase que es la incontrovertible demostración del "tramonto de la classe operaia".
A menudo suena el espacio social europeo como algo ajeno y burocrático, que se cuece allá, por Bruselas, y que nada o muy poco tiene que ver con los problemas nuestros de cada día. Por eso una aproximación como la que hizo Trentin es francamente excepcional.
La articuló, casi geométricamente, en torno a cuatro opciones decisivas. Sería la primera: ¿Qué Europa y qué mercado queremos? Descubriendo una cosa que es de cajón: que el mercado único no nacerá por arte de birlibirloque en 1992, sino que ya existe, que está vivito y coleando y que esto ya lo saben desde hace tiempo las grandes empresas transnacionales que en él operan.
Se va a producir una nueva división europea del trabajo, y es conveniente que a ella estén los sindicatos atentos y que en ella participen, abandonando definitivamente su estrecha visión nacional o nacionalista, pues todos corremos el riesgo de que nos hurten el papel de productores y de convertirnos en meros consumidores de las multinacionales americanas o japonesas. Que Europa, como dijera Lafontaine, se acabe convirtiendo en un enorme parque de atracciones para japoneses y norteamericanos, en el que puedan disfrutar con el mismo billete -comprado en origen, eso sí- del Prado y del Louvre, de Salzsburgo y Venecia.
¿Y cuál es la mejor vía para conseguir la Europa que queremos? Responde a ello Trentin con una de sus aportaciones básicas: "La cultura sindical de proyecto", dirigida no a defenderse de las transformaciones, sino a controlarlas. Entrar de lleno en el proceso productivo, "profundizando en el conocimiento de las distintas situaciones, a la búsqueda de proyectos alternativos realizables que respondan a los problemas presentes".
La realidad
Lo contrario del clásico, y tan oído, "ése es su problema", algo muy diferente de la cultura defensiva tradicional, cuyo epítome, en el presente caso, sería más o menos así: no me gusta la Europa de los mercaderes, aborrezco el mercado único de las multinacionales, ergo: lo rechazo. Muy bien, pero lo que pasa es que el mercado único no pide permiso para entrar, y por mucho que se le rehace ahí está. Es una realidad, y como todos sabemos, las realidades tienen la cabeza muy dura.
¿Y por esta vía a qué espacio social queremos llegar? Para empezar, antes de nada hay "que cambiar la relación existente entre política económica y política social". Hasta ahora la política social no ha pasado de ser un efecto de la política económica. Una especie de política de enfermería, ideada para almacenar muertos o aliviar heridos, bien sean éstos jóvenes o jubilados, parados o reconvertidos.
De esta guisa, y siguiendo el mismo razonamiento, el espacio social europeo no podrá ser otra cosa que un efecto que en su día -más bien lejano- produzcan las políticas económicas inductoras del mercado único. Y, sin embargo, debemos venir obligados a construir el espacio social europeo día a día, y desde ahora mismo, en íntima interconexión con las políticas económicas que de causa deben pasar a ser también efecto y consecuencia de la estrategia social adoptada.
Reconducir ahora los múltiples espacios sociales existentes a un espacio social homogéneo exigirá un esfuerzo titánico, que muy difícilmente podrá conseguirse por concesión administrativa o por obra y gracia de la Comisión. Piénsese, por ejemplo, en el derecho sindical por excelencia, el de la negociación colectiva.
Nada tiene que ver la francesa con la italiana, la alemana con la española, y la ausencia de una mínima homogeneidad constituye un obstáculo, casi insuperable, para conseguir reivindicaciones consideradas fundamentales, como podría ser, sin ir más lejos, la reducción general del horario de trabajo. Qué distinto sería todo para los sindicatos si el convenio colectivo de los metalúrgicos europeos tuviera al menos dos cosas en común, su inicio y su período de vigencia. Claro, que para conseguir todo esto es imprescindible la reconstrucción de los sindicatos nacionales. Reconstrucción que está íntimamente relacionada con su capacidad de influir sobre la política económica comunitaria y con la constitución de un espacio social europeo mínimamente homogéneo.
Y para acabar, sólo cabe responder a la última y cuarta pregunta: Para conseguir todo esto, ¿qué sindicato queremos o necesitamos? Parece poco discutible que lo existente vale poco, que la actual CES es de utilidad más bien escasa.
No pasa de ser una especie de comité dé coordinación de carácter semiprotocolario, "un comité de líaisons", sin soberanía delegada, sin capacidad negociadora, sin representatividad de tipo alguno... Convendría, por tanto, empezar a pensar en delegarle soberanía, en revestirle de capacidad negociadora en detrimento de las organizaciones nacionales, en instaurar una nueva negociación articulada de ámbito europeo, cuya síntesis, al final, sea alumbrada por la propia CES. Un nuevo sindicalismo caracterizado por su cultura de proyecto y control, inserto en el centro del proceso productivo y dispuesto a incorporar a su área de representación los nuevos sujetos sociales y los nuevos tipos de trabajo.
Europa ya esta aquí
Dos cosas, sobre todo, destacaron en la intervención de Bruno Trentin: la lúcida afirmación, por una parte, de que Europa ya está aquí y que no se trata de un problema académico, sino real y vital para el sindicato, cuyo espacio nacional ya está superado, y la triste profecía, por otra, de que si los distintos sindicatos nacionales no asumen este reto desde ya y apuestan decididamente por su reconstrucción, se acabarán convirtiendo en un futuro no my lejano en organizaciones inútiles.
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