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Dos europeísmos

A grandes rasgos, existen dos formas diferentes de entender el europeísmo: como coordinación parcial entre políticas exteriores de los Estados y de colaboración intergubernamental con escasa transferencia sustancial de poderes a la Comunidad (CE), y como alternativa de tipo federal y constituyente protagonizada por los pueblos de Europa. Ninguna de las dos corrientes puede por sí sola construir la unión política: los Estados no pasarán de cierto límite en su cesión de competencias y los ciudadanos no conseguirán superponerse a aquéllos. En otras palabras, la creación de un verdadero sistema político común sólo será posible si ambos factores convergen.Para los fundadores de la CE en los años cincuenta la aspiración final debía ser la federación de los Estados miembros, pero las actitudes gaullista y británica alejarían esa perspectiva. Hoy las políticas de los Estados europeos oscilan entre mantener la CE como simple entidad de coordinación parcial (Thatcher) o avanzar hacia cierto tipo de federación (Italia). En realidad, ni los Estados van a desaparecer, ni la construcción de Europa se hará sólo con sus regiones. La última palabra la tendrán los Estados, condenados a vivir juntos pero celosos de sus prerrogativas y parcelas de poder. Ello es así porque no razonan tanto en términos de legitimidad popular cuanto de eficacia frente a la competitividad de EE UU y Japón, aunque ello en el fondo debilite la fuerza de Europa, como ha dicho Moreau Desfargues.

Naturalmente, los proyectos europeístas se ven atravesados por una doble contraposición clásica, social y nacional, esquematizada en las consignas de la Europa de los mercaderes o de los trabajadores y de los Estados o de los pueblos, respectivamente. En efecto, las concreciones políticas pueden recaer en fuerzas conservadoras o progresistas, centralistas o autonomistas. Por otra parte, no puede ignorarse la persistencia de la división de Europa en su conjunto debido a los bloques político-militares, aunque esté resultando más fácil superar las barreras económicas dados los crecientes intercambios entre el Este y el Oeste, favorecidos por las reformas en curso en algunos países de socialismo real.

De momento, Europa occidental se basa en una unión aduanera, una política agraria común y un régimen de recursos propios. De hecho, mientras los Estados sigan controlando los resortes fundamentales el proceso avanzará muy lentamente. Por ello, la CE tiene varias políticas en diferentes terrenos al no ser idénticos los intereses de todos sus miembros, siendo complicada la armonización general. La ampliación de la CE está permitiendo el desarrollo de su capacidad presupuestaria y de sus instituciones, pero el aumento de poderes relevantes es insuficiente, siendo urgente una reforma en sentido supraestatal. Se produce un sistema de confusión de poderes y de aparente pluralidad, estando ausentes verdaderos contrapesos. Por una parte, el Parlamento ni crea ni derriba Gobierno alguno, siendo un órgano más bien consultivo con pocas excepciones. Con todo, es cierto que desde su elección directa, desde 1979, está incrementando sus atribuciones económicas y políticas. El tándem Consejo de Ministros-Comisión domina claramente (sobre todo el primero, que representa a los Gobiernos) y, por lo demás, no actúa como Ejecutivo europeo, sino como delegado de sus Estados.

La elección popular directa del Parlamento Europeo suscitó inicialmente grandes esperanzas, pero la ausencia de un régimen electoral uniforme no contribuye a dar coherencia a la CE, teniendo en cuenta que no ha surgido un genuino sistema europeo de partidos, produciéndose muy escasa transnacionalización de éstos, con raras excepciones (comunistas y radicales italianos). El tratado constitutivo de 1957 aspiraba a crear en el futuro una norma electoral común, pero las fórmulas mayoritarias francesa y británica dificultaron después la posible homogeneización. Así, cada Estado mantiene su método, lo que produce grandes diferencias.

Motivaciones internas

Ningún proyecto electoral común, de los numerosos que se han elaborado (Seitlinger o Bocklet), ha llegado a buen puerto. Al poder disponer libremente cada Estado, se producen notorias distorsiones: en 1984 la Alianza centrista británica, con el 19,5%, no obtuvo escaño alguno, mientras que el FN francés, con el 11%, alcanzó 11. Asimismo, priman mucho más las motivaciones internas en las confrontaciones interpartidistas que no las europeas. Son muy pocos los partidos cuyas campañas se basen en cuestiones comunitarias, sirviendo así, para la gran mayoría, como una ocasión más (a modo de primarias) para el enfrentamiento entre el Gobierno y la oposición en cada Estado.

La participación es muy desigual (oscilando entre el 30% en el Reino Unido y el 90% en Italia), constatándose la falta de vínculos entre los electores y sus representantes mientras no se unifique el sistema electoral y surjan partidos federados en Europa. Los problemas domésticos eluden los grandes retos de la construcción europea: la creación de un banco y moneda propios, el deseable carácter constituyente del futuro Parlamento, una auténtica división de poderes comunitaria, la norma electoral uniforme y la extensión de las competencias vinculantes supraestatales.

Si la perspectiva de los Estados Unidos de Europa llega a ser viable, ello sólo será posible partiendo de premisas confederales, uniendo la voluntad política autónoma de sus miembros con la conciencia social mayoritaria favorable a tal proyecto de identidad colectiva. Por un lado, las instituciones europeas tienden a afianzarse, aunque sólo sea porque tienen intereses propios que defender (ya se habla, en este sentido, de eurócratas) y, por otro, las necesidades económicas y tecnológicas de la modernización favorecen tal realidad que refuerza la interdependencia.

Unión monetaria

En este sentido, cobra gran relieve la aprobación del proyecto de tratado que instituye la Unión Europea (Comité Dooge) por parte del Parlamento (febrero 1984), pese a las reservas que suscita en algunos Estados. En este documento se prevé el establecimiento de la unión monetaria, una política económico-social común, una política exterior coordinada y, en particular, el refuerzo de los poderes comunitarios. Así, se ampliarían las tareas ejecutivas de la Comisión, las potestades de tipo legislativo y político del Parlamento y las competencias del Tribunal de Justicia. Las nuevas relaciones ejecutivo-legislativo europeos podrían encaminarse hacia la adopción de un régimen de carácter parlamentario, aunque quedarían pendientes algunas cuestiones institucionales.

Está claro que el problema de la reforma política de las actuales instituciones europeas está a la orden del día, siendo preciso superar los discursos retóricos y las proclamaciones genéricas de casi todos los dirigentes de los Estados para proponer un programa concreto de medidas federalistas. Si bien la plasticidad de la situación actual contiene factores de cierto dinamismo al no prejuzgar el futuro es probable que, sin una decidida intervención europeísta de las fuerzas de la izquierda transformadora, la unión de este Viejo Continente sólo forme parte del discurso propagandístico.

Cesáreo R. Aguilera de Prat es profesor de Ciencia Política de la universidad de Barcelona.

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