El final del túnel
"La única prueba real de la libertad es hasta dónde llega la libertad del que es menos libre"
ENVIADO ESPECIALNo parecía el mejor día para conversar con un laborista. Justamente en esa jornada, 4 de mayo, se conmemoraba el décimo aniversario de la señora Thatcher en el poder, y el buen tiempo -unos inusuales 25º en un Londres magnífico- subrayaba el esplendor de la fiesta como para hacer aún más penoso el trago a una oposición humillada en tres consecutivas convocatorias electorales. Después se revelaría que no, que ése no había sido una mal día para hablar del futuro con un líder socialista. Porque, ya entrada la noche, se irían confirmando las previsiones de la aplastante victoria laborista en en el valle de Glamorgan, un viejo feudo conservador.
"Estamos empezando a ver el final de la era Thatcher. Los beneficios del petróleo del mar del Norte ya pasaron y ahora quedan los problemas. Mucha gente dice: 'No nos gusta lo que está haciendo, señora Thatcher, pero si consigue que continúe creciendo el nivel de vida, le votaremos'. Pero ella ya no es capaz de cumplir su parte del compromiso y cada vez el elector será más crítico con prácticamente todo lo que se ha hecho". Quien habla es Brian Gould, uno de los hombres más reprensentativos de la nueva generación de dirigentes del Labour. Gould, encargado de Industria y Comercio en el Gabinete laborista en la sombra, es uno de los principales impulsores del importante giro dado en la reciente reunión del comité nacional del partido. En el nuevo programa, que deberá ser ratificado dentro de cinco meses en la conferencia del partido, los laboristas reconocen las virtudes del mercado y renuncian al desarme nuclear unilateral.
Pregunta. Si, como muestran los sondeos, una mayoría del pueblo británico no aprueba muchas de las cosas del thatcherismo, ¿por qué no ha habido alternativa política a los conservadores en todos estos años?
Respuesta. Alguna ha habido. La señora Thatcher se ha beneficiado de un cambio fundamental en la clase política, no sólo de este país, sino del mundo. La crisis del petróleo de los años setenta comenzó a erosionar la idea keynessiana de progreso: pleno empleo, gestión de la demanda, el Estado del bienestar, etcétera. Entonces, las doctrinas clásicas ortodoxas, de las que el monetarismo no es más que una expresión moderna, cobraron nueva vida, e incluso políticos laboristas, como Callagham y Dennis Healey, se declararon monetaristas y en favor del mercado. Y una vez que se dice que la decisión es del mercado en cuestiones claves de la economía, es muy difícil defender que el mercado no deba decidir también en otras cuestiones. Es una situación que se ha prolongado hasta los ochenta. El éxito de Thatcher no está en haberla creado, sino en haberla aprovechado. Pero el péndulo está volviendo a oscilar. Se está poniendo en cuestión que el mercado tenga respuesta para todas las cuestiones, y los antiguos valores de la izquierda, que la señora Thatcher prometió destruir, muestran un vigor nuevo y sorprendente, según las encuestas.
Estado e individuo
P. Ustedes dicen que las privatizaciones no son la respuesta a todos los problemas. Está ahora el tema del agua. La gente se opone a su privatización, pero, si se sacan las acciones a la venta, esa misma gente las comprará.
R. Ése es un problema diferente: si le ofrezco un billete de una libra hoy y mañana le digo que le ofrezco 10 libras por él, seguro que le encantaría. Pero si hubiese preguntado a la gente hace un año qué debería hacer el Gobierno, con una mayoría de 100 escaños y tres años por delante, ni siquiera uno entre 100.000 hubiese dicho: "Privatizar el agua". Ésa es una obsesión del Gobierno que nada tiene que ver con el interés del ciudadano. Ese caso muestra perfectamente las limitaciones ideológicas de la señora Thatcher. Como también en el tema del medio ambiente. Sus expertos electorales le recomiendan hablar del tema porque hay cada vez una mayor preocupación por el entorno. Pero su problema es que no puede decir que hay que dejarlo todo al mercado y después asegurar que para tener un entorno más limpio hay que intervenir. Si se puede intervenir en este caso, ¿por qué no hacerlo para que la gente tenga viviendas dignas?
P. ¿Dónde están, entonces, los límites de esa intervención?
R. Hay cosas que el Estado debe hacer por sí mismo. Hasta la señora Thatcher está de acuerdo en eso. Defensa, ley, orden... Pero en otros casos, la misión del Estado no es hacer, sino garantizar que se hagan. Tomemos el ejemplo de formación de la población laboral. Creemos que el futuro económico pertenece a las empresas que realicen una formación eficaz. Pero lo estamos haciendo muy mal. Tenemos la peor población activa del mundo industrial avanzado. ¿Por qué? Si lo dejamos al arbitrio del mercado, como las presiones sobre las industrias son apremiantes, una empresa individual no se gastará mucho dinero en formar a sus trabajadores. Dirán: "Dejaremos que otros lo gasten y entonces les robaremos personal ya formado". Eso es fatal para la economía porque, al final, nadie se gastará nada y la formación será nula. El papel del Estado no es crear un programa oficial de formación, pero no puede dejarlo al mercado. Debe responsabilizarse de organizarla y coordinarla para garantizar la disponibilidad de recursos necesarios.
P. ¿No cree que la izquierda, no sólo aquí sino en toda Europa, ha dejado a la derecha el monopolio de la defensa del individuo frente al Estado?
R. Estoy de acuerdo. Gran parte de la política moderna es una lucha por conquistar territorios. Tradicionalmente el nuestro ha sido el de la justicia social, la equidad y la igualdad. Y el de la derecha, al parecer, el de la libertad y los logros individuales. Hace cinco años escribí que era un error que la izquierda hiciera esas concesiones. Pero, en fin, históricamente ha sido así. Y se establecía una especie de consenso: un tanto de igualdad a cambio de un tanto de libertad. La señora Thatcher ha arrojado ese consenso por la ventana y los teóricos de la derecha dicen ahora que si quieres igualdad y justicia, la única forma de lograrlas es mediante la libertad y el esfuerzo individual. Pero puesto que ese consenso ya no vale para nada, nosotros tenemos que decir: "Muy bien, no hay acuerdo, pero si quiere libertad y logros individuales, la única forma de conseguirlo es estableciendo condiciones de igualdad, equidad y justicia". Si realmente nos preocupa la libertad individual, no puede preocuparnos solamente la de algunos individuos para que consigan lo que quieren a expensas de los demás. La única prueba real de la libertad es hasta dónde llega la libertad del menos libre. Pero contestando a su pregunta precisa, le diré que el socialismo no es algo relativo al Estado...
P. ¿No tiene nada que ver con el Estado?
R. Lo que quiero decir es que el socialismo se refiere sobre todo a la difusión del poder. La razón de nuestra oposición al capitalismo es porque éste concentra mucho poder y lo utiliza para explotar a otros. Pero nos debería preocupar también la concentración de poder en otras manos: en manos de los burócratas y funcionarios, de los terratenientes o de los sindicalistas. Y aunque el Estado sea un protector muy importante de la libertad individual frente a los poderosos, hay que preocuparse también del Estado como opresor en potencia.
P. En un reciente libro, Ralph Darehndorf escribe que una sociedad no puede excluir a un número determinado de gente y, al mismo tiempo, permanecer sana.
R. Es cierto. Creo que una de las imágenes más tristes del período Thatcher es que ha creado una alianza con un grupo, que no es la mayoría y que está completamente satisfecho. Éstos han ganado mucho. Después hay una mayoría que sólo está razonablemente bien. Pero existe una enorme minoría, del 40% en algunas definiciones, del 30%, en otras, que no sólo no ha progresado lo más mínimo, sino que ha retrocedido en términos absolutos. Y lo peor no es eso, sino que el thatcherismo ha creado un clima moral en torno a esa desigualdad que asegura a esa mayoría próspera: "No tenéis que preocuparos de los otros porque es culpa suya. Hemos creado una sociedad en la que cada cual recibe la justicia que se merece. Si ésos han fracasado es porque son unos fracasados".
P. Hablemos de los sindicatos. ¿Diez años después, sigue creyendo que los sindicatos fueron responsables del descalabro laborista de 1979? Y, en ese caso, ¿por qué no revisan su especial relación con las trade unions?
R. Creo que el papel de los sindicatos fue importante en el descontento manifestado por el electorado en aquellos años. Según las encuestas, lo más popular que ha hecho este Gobierno fue limitar la acción de los sindicatos. Pero hay que comprender que han operado en el contexto de un larguísimo período de declive económico. Lo cual engendró, y no sólo en los sindicatos, actitudes muy defensivas. Así los sindicatos se han centrado en la defensa de los puestos de trabajo y se han mostrado resistentes a los cambios. Y el movimiento sindical ha sido visto como algo muy poderoso, pero poderoso únicamente en sentido negativo.
P. ¿Y cómo deben ser en el futuro las relaciones de los socialistas con los sindicatos?
R. No se puede ocultar que, en determinadas cosas, el Partido Laborista y los sindicatos están muy distanciados. Pero formamos parte del mismo movimiento, nuestros orígenes son comunes y tenemos problemas también comunes. Por otra parte, no hay pruebas de que podamos solucionar estos problemas con mayor facilidad estando separados que juntos. Dicho esto, se tienen que producir cambios muy importantes en nuestras relaciones. Pero no buscamos el divorcio.
Reforma del partido
P. ¿Cambios en el voto bloqueado, por ejemplo?
R. Tiene que haber dos cambios. El primero, la financiación. Y en este terreno, tenemos dos objetivos: uno, conseguir una afiliación masiva que nos permita depender menos de la financiación sindical; y dos, si gobernamos, estableceremos algún tipo de financiación estatal a los partidos, como en otros países europeos. Eso evitaría, de paso, que los tories tuviesen que ser financiados por las grandes empresas. El segundo, modificar los estatutos del partido para democratizarlo. Debemos tener una sola categoría de afiliados, los individuales, de forma que sea el voto individual -y no el voto bloqueado sindical- el que decida las cuestiones.
P. Pasando a otro tema, ¿cree usted que la unidad europea puede dejarse exclusivamente a las reglas del mercado?
R. Si la contemplamos así, lo que tendremos es una gran batalla, la que cada pueblo ha librado durante tanto tiempo por obtener el enorme poderío económico de las grandes empresas. Pero es una batalla perdida de antemano, porque eso supondría dejar a un puñado de multinacionales que rigieran completamente nuestras vidas, y eso no es democrático. Tiene que haber algún control político sobre esas fuerzas, a nivel europeo, a nivel nacional e incluso a nivel regional.
P. ¿A finales de siglo se puede plantear el problema de la soberanía nacional como se planteaba en el pasado?
R. Creo que se trata menos de una cuestión de soberanía nacional que de democracia. El concepto de soberanía es anticuado en muchos conceptos. Como he dicho, se han creado enormes fuerzas económicas a nivel internacional y lo que importa es que exista un control democrático de esas fuerzas. Se dice que ese control tiene lugar con un parlamento europeo directamente elegido. Las elecciones son, desde luego, una condición para la democracia, pero no son la democracia. Democracia es un gobierno formal, la acción cotidiana de las instituciones por las que la gente consiente ser gobernada. Y el pueblo británico no quiere ser gobernado desde Bruselas. Quizá quiera algún día, y yo no me opondré si eso sucede. Y esto no tiene que ver con la soberanía nacional, sino con la democracia. Si transferimos todos los poderes a Bruselas, la gente se sentirá gobernada desde muy lejos y por personas con quienes no se relaciona de un modo natural. Y eso no es una pérdida de soberanía, sino de democracia.
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