El duque
En estos tiempos tan llenos de imágenes no queda ni tiempo ni espacio para la sutileza, y me temo que los receptores de señales hayan quedado lastimosamente desorientados ante los últimos cambios experimentados por la efigie, hasta hace poco casi ecuestre, del duque de Suárez. Primero se le consideró poco menos que el recogepelotas del tardofranquismo; luego, el instrumento ciego y sordo del instinto de supervivencia dinástica; a continuación fue visto como el Guillermo Tell de la transición. Luego se ganó a pulso el papel de Emiliano Zapata combatiente en la noche de los yuppies vivientes. Los ojos secretos de la conciencia social española se habían regalado un marco de oro y nostalgia en el que figuraba con su mejor gesto y sonrisa. Más que un duque era un príncipe: el Príncipe de la Transición.Desgraciadamente, Suárez lo ha sido todo demasiado joven. Duro es para cualquier político de altura que ha vivido épocas excepcionales bajarse de la época y de la excepción para convertirse en un político más para tiempos de normalidad. Lo ideal en casos parecidos, es asumir funciones de embajador especial, escribir unas memorias y apuntarse a una causa ejemplar y distante, de esas que no crean divisiones en el propio país: por ejemplo, la defensa de los esquimales o supervisor de cualquier alto el fuego, cuanto más lejos mejor. Y a ese papel se han resignado figuras tan eminentes como añejas.
En cambio, Suárez, y gracias a la dieta de Cary Grant, sigue pidiendo papeles de galán, y los que le creían y deseaban en su papel de estatua., de pronto le han visto volver al combate político cotidiano, entregado a las aritméticas mínimas de concejalías y consejerías de geopolíticas menores. Hay razón para un cierto desconcierto. Si le salen bien las cosas y vuelve a la Moncloa, que se prepare: no habrá piedad para el osado resucitado. Y si no llega a la Moncloa y queda en la cuneta con el culo malherido, los buitres no le van a respetar ni la sonrisa. La mejor sonrisa de toda la historia de España fotografiada.
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