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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Temor en Panamá

ANTES DE que los panameños depositasen su voto el domingo pasado, los observadores atentos no descartaban lo peor. Pues bien, lo peor está ocurriendo. A medida que pasan las horas sin resultados, crece la sospecha de que probablemente nunca se llegará a saber lo que decidieron los electores. Temerosos de que la votación resultase ampliamente favorable a la oposición democrática -así lo indicaban algunas pocas secciones escrutadas en un primer momento-, grupos partidarios del dictador Noriega han decidido impedir que la voluntad del pueblo panameño se exprese libremente.La Junta Electoral Central de Panamá era incapaz, transcurridas varias horas desde que cerraron los colegios, de iniciar el recuento de los votos porque no disponía de actas para hacerlo; unidades del Ejército y grupos de civiles oficialistas, aprovechando un oportuno corte de la electricidad, robaron anteanoche las actas de la mayor parte de los colegios electorales. Las que no han desaparecido, alfombran las aceras. Y las papeletas supuestamente contadas fueron quemadas tras el recuento, como es usual en las elecciones democráticas, por lo que en estos momentos sería imposible certificar el más que probable triunfo electoral de la oposición.

Todo es posible ahora. Las manifestaciones de protesta convocadas inmediatamente por la oposición añaden incertidumbre y alarma. La mera evocación de unos batallones de la dignidad ocupando la calle en nombre de una patria más propiedad del general Noriega que del pueblo panameño, llena de desconsuelo e irritación.

Las elecciones del pasado domingo debían constituir el punto de partida de un proceso de reconstrucción nacional. Panamá, una vez centro financiero internacional próspero y pacífico, ha sido convertido en una antesala de la miseria por la rapiña de un general que, so capa de defender a su país de las presiones exteriores, ha provocado la desbandada de las inversiones extranjeras. Sólo un restablecimiento de la normalidad democrática plena podría hacer que la actual tendencia se invirtiese.

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En todo este desgraciado asunto, el papel jugado por Estados Unidos ha sido determinante. A finales de este siglo, la soberanía sobre el Canal pasará al Estado panameño, si se cumplen las previsiones del tratado firmado entre el general Omar Torrijos y el presidente James Carter en 1977. La Administración de Reagan nunca vio con buenos ojos esa cesión de soberanía, y, desde entonces, torpeza sobre torpeza han ido creando una situación insostenible. Hasta que se revelaron sus relaciones con el mundo de la droga, el general Noriega había sido el hombre de Estados Unidos en Panamá, de forma que Washington hizo la vista gorda ante las maniobras antidemocráticas de su protegido. Más tarde, sus desmañadas presiones para que Noriega abandonara el poder convirtieron a éste en lo que nunca fue, un héroe populista enfrentado al gran coloso yanqui. La intervención norteamericana, lejos de ayudar a quienes desde dentro luchaban contra la dictadura militar, hizo más difícil su labor. No hay por qué dudar de la sinceridad con la que el Gobierno norteamericano apoya ahora el restablecimiento de la democracia en el país del istmo, pero su errática política fue, probablemente, responsable en buena medida de estos Iodos.

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