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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Guerra en Panamá

MAÑANA SE celebran en Panamá comicios para elegir a un nuevo presidente. Momento óptimo para que las circunstancias políticas den a la democracia la oportunidad de expresarse libremente, sin que el proceso resulte viciado, una vez más, por la herencia de los años de tutela militar. Los sucesivos protectores del país, generales Omar Torrijos, hasta su muerte, y Manuel Antonio Noriega, heredero suyo, habrán diferido entre sí en inteligencia, honradez y método de gobierno, pero ambos han coincidido en un aspecto: ninguno defendió jamás un sistema democrático. Esta manía de defender al país de sí mismo, tan cara a los salvadores de patrias, contó con un catalizador inesperádo: el presidente Reagan, embarcado en una política agresiva destinada a enmendar los efectos del tratado firmado por su predecesor, Jimmy Carter, para la retrotracción a Panamá de la soberanía sobre el canal a finales de siglo. Reagan careció de la finura precisa para darse cuenta de que este proceso de nacionalización es dificilmente reversible. En el balance del final de su mandato quedó manifiesta la incapacidad para expulsar a Noriega del poder, pese a pintorescas exhibiciones de fuerza y a un brutal bloqueo, que aún no ha sido suspendido. Reagan consiguió, por el contrario, fortalecer al dictador, convertido en héroe por la infructuosa guerra que le había declarado Washington como presunto traficante de drogas. Consecuentemente, se prestó un flaco servicio a un país empobrecido a causa de la deserción de los, hasta entonces, prósperos negocios internacionales que eligieron a Panamá como base geográfica de los mismos.

El presidente Bush ha dicho hace unos días que "la era del dictador se ha acabado" y que no debe demorarse más el acceso del pueblo panameño a la democracia. Absolutamente cierto; sólo cabe esperar que el método empleado para la puesta en práctica de tan loable propósito sea más eficaz que el utilizado por Reagan. EE UU tiene declarada la guerra a Noriega, pero éste se la tiene confesada a Panamá. Mientras Washington ha puesto a sus tropas en la zona del canal en situación de alerta, Noriega ha desplegado a su batallón de elite, los Machos de Monte, y preparado a sus milicias civiles, los batallones de la dignidad, para una folclórica defensa del solar patrio frente a la hipotética agresión norteamericana. Patosería de Washington y ambición de dictador se combinan así para derrotar, una vez más, al pueblo panameño.

La opción opositora, la Alianza Democrática de Oposición (ADO), lleva en las encuestas de opinión una ventaja de 32 puntos a la candidatura oficialista. En estas condiciones, un resultado favorable a los partidarios del dictador caería inmediatamente en el terreno de lo sospechoso y en el descrédito intemacional, si éste aún pudiera aumentar. En aras de la verdad, conviene recordar que el historial de los partidos integrados en las fuerzas de oposición tampoco es unánimemente limpio o democrático. Sin embargo, lo más importante es la creación de condiciones para que el Ejército panameño se retire por fin al único sitio en el que debe estar: los cuarteles.

En medio de este fragor, las pocas voces sensatas provienen de quienes reconocen paladinamente que en estas elecciones, como en las chilenas, el triunfo de la oposición plantea la necesidad ineludible de cambiar de régimen. Para ello es imprescindible la concertación con las fuerzas militares panameñas, que, sin padecer depuraciones ni venganzas civiles, cederían el poder con dignidad. Sólo la retirada de Noriega permitirá la salida airosa de la crisis y la reconstrucción económica, ambas imposibles sin el concurso de EE UU.

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