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El nacionalismo cambiario de M. Thatcher

Emilio Ontiveros

Dos meses antes de que la actual primera ministra británica iniciara su revolución conservadora, los entonces países miembros de la CE, a excepción del Reino Unido, asumían la voluntad de dotar a la región de una estabilidad cambiaria mínima que, además de garantizar la inmunización contra las perturbaciones que transmitía la moneda estadounidense, constituyera el punto de partida hacia la necesaria integración monetaria de Europa. El Sistema Monetario Europeo (SME), nacido el 15 de marzo de 1979, es hoy ampliamente reconocido como el principal exponente de la política de cooperación comunitaria, pero sigue sin contar con la asunción por las autoridades británicas de su disciplina básica.Siendo procesos de naturaleza y alcance distintos, ambos planteaban algunas exigencias instrumentales comunes. La más destacada, reducir la inflación y, más concretamente, conseguir estrechar las fuertes diferencias entonces existentes en este aspecto entre los países comunitarios. Recientemente, el horizonte de integración monetaria en Europa ha definido unas exigencias adicionales, en cierta medida complementarias con la fundamentación ideológica que ha nutrido las transformaciones económicas pretendidas por la Administración británica en estos 10 años; la más evidente, la necesidad de reducir la discrecionalidad de los Gobiernos nacionales en la instrumentación de sus políticas monetarias con el fin de garantizar una financiación ortodoxa. de sus desequilibrios presupuestarios y evitar una utilización competitiva de la política cambiaria.

Esas significativas coincidencias, y la favorable experiencia del funcionamiento del SME, no parecen haber modificado la fuerte oposición que la primera ministra británica ha venido mostrando a la asunción de la disciplina de flotación conjunta de las monedas comunitarias asociadas a ese proceso de convergencia, para sorpresa de propios -sectores mayoritarios del empresariado de su país y de su propio partido- y extraños -incluidos los sectores menos proeuropeístas del Partido Laborista.

El control de la inflación y la soberanía del mercado han constituido las dos ideas centrales a partir de las cuales se han articulado sendas líneas de acción características del thatcherismo: el desmantelamiento del poder de los sindicatos y las privatizaciones hasta sus últimas consecuencias. La eficacia económica de estas últimas, en términos exclusivamente de su contribución a la reducción del déficit público, no ha estado acompañada de un éxito similar en el control de la inflación a pesar de la evidente desmovilización sindical.

La economía británica exhibe hoy la más elevada tasa de inflación del conjunto de países industrializados, difícil de domeñar a pesar de los relativamente elevados tipos de interés y de la consecuente fortaleza de la libra esterlina. Caben pocas dudas, por el contrario, a la luz de la experiencia aportada en estos 10 años de flotación conjunta de las principales monedas comunitarias, de la efectiva contribución de la disciplina del mecanismo de cambio e intervención del SME a la reducción de los diferenciales de inflación entre las economías partícipes. Mientras la economía alemana ha mantenido una tasa de inflación durante el pasado año alrededor del 2,5%, o de poco más del 3% la francesa, los precios británicos han crecido en términos anuales a más del 7,5% en los últimos meses.

No resulta hoy fácil para las autoridades económicas británicas defender técnicamente esa autonomía formal respecto al SME. El carácter de petromoneda atribuido a la moneda británica, y su consiguiente exposición a las alteraciones en los precios del petróleo, tradicionalmente destacado como uno de los escasos argumentos para mantenerla fuera del SME, es neutralizado por la creciente importancia relativa que los intercambios con los países comunitarios están cobrando a costa del peso específico del petróleo en la economía británica.

Las reticencias a fijar un precio a la moneda al margen de los dictados del mercado se presenta en mayor medida como una mecánica proyección ideológica de la primera ministra que como la conclusión racional de lo que actualmente conviene a esa economía. Así se puso de manifiesto al anatematizar el intento de su ministro de Hacienda de vincular el comportamiento de la esterlina al del marco alemán, desde junio de 1987 a marzo de 1988, mediante reducidos tipos de interés y frecuentes intervenciones, en un ejercicio que los analistas más ingenuos llegaron a considerar el pórtico de la incorporación plena de este país al SME.

Esa primacía ideológica con que se reviste esta cuestión por Margaret Thatcher es, si cabe, más inconsistente cuando se trata de situar el proceso de convergencia monetaria en la perspectiva del mercado único europeo. Es asumido generalmente que la unión monetaria constituye un elemento coadyuvante fundamental para el óptimo funcionamiento del mercado único, para el completo aprovechamiento de sus potencialidades en términos de competencia y eficiencia.

Frente a la denostada discrecionalidad en la manipulación del tipo de cambio por los Gobiernos nacionales, la existencia de una sola moneda europea y de un único banco central emisor, referencias, básicas del horizonte de unión monetaria, habrán de contribuir a garantizar en mayor medida que actualmente el mantenimiento de la ortodoxia monetaria y fiscal. Sobre la base de esos principios, la cesión de soberanía monetaria a la que el Gobierno británico se muestra reticente significa poco más que abandonar la capacidad para despreciar artificialmente su propia moneda o neutralizar el empleo de esa soberanía en la financiación de los déficit presupuestarios mediante el recurso a la emisión de dinero por los respectivos bancos centrales. Aquellos Gobiernos que, como el de Margaret Thatcher, tienen una decidida vocación antiestatal, cuando mantienen déficit los financian recurriendo al mercado.

Al término de estos 10 años de rodaje simultáneo de ambos experimentos, la cruzada conservadora de la primera ministra británica parece acentuar sus tonalidades nacionalistas con más intensidad si cabe que su fe en el liberalismo económico. Disperso el poder económico de su estado mediante un proceso de privatizaciones sin precedentes, la conservación de su poder político parece aconsejar igualmente la centrifugación del proceso de integración monetaria europea.

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