Una infamia
LA HOJARASCA argumental con que la Audiencia Nacional pretende justificar el abandono definitivo de la investigación de los fondos reservados destinados presumiblemente a la financiación de los crímenes de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) a duras penas oculta el motivo verdadero de su decisión: el plegamiento impotente del poder judicial ante la actitud obstruccionista del Gobierno. Unajusticia digna de tal nombre no puede dejar de exigir responsabilidades a quienes la desafian. La decisión adoptada por los magistrados de la Audiencia Nacional Juan Manuel Orbe, Roberto Hernández y Alfredo Vázquez cierra de forma bochornosa un caso que se ha revelado crucial para la credibilidad del Estado democrático y hace estériles los esfuerzos desplegados por la propia justicia (los jueces franceses y portugueses y el juez Garzón en España) para que ninguna de las tramas criminales de los GAL quedase impune.Los magistrados justifican su decisión en una pretendida colisión o conflicto entre el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva y la seguridad del Estado, que en este caso estaría protegida legalmente por la ley de secretos oficiales, que impediría toda investigación que pudiera ponerla en peligro. Argumentación que, de ser cierta, debería haber sido alegada en los inicios del caso Amedo, lo que hubiera evitado al menos las tensiones a que ha dado lugar. ¿Por qué no se alegó entonces y ahora sí? ¿Por qué no se argumentó de este modo ante las comisiones rogatorias de la justicia francesa que señalaban el origen español de los crímenes de los GAL? ¿O el que durante el tiempo transcurrido de entonces acá la justicia española se ha iluminado hasta el punto de dar marcha atrás sobre sus propios pasos? Llama la atención, en todo caso, que los argumentos que ahora emplea la Audiencia Nacional sean los mismos que el Ministerio del Interior y los servicios jurídicos del Estado adujeron desde un principio para impedir las pesquisas del juez Garzón sobre el caso Amedo, lo cual deja ver que, a la postre, el órgano jurisdiccional obligado a Investigar y enjuiciar este caso se ha adherido sin reservas a la tesis de la parte interesada en que tal tarea no se lleve a efecto.
Pero es más que dudoso que estos argumentos sean válidos, y, desde luego, no deberían ser suficientes para que quienes representan a las víctimas de los GAL cejen en sus esfuerzos de que la justicia asuma sus responsabilidades. La seguridad del Estado que ahora se alega como impedimento insuperable a la propia acción de la justicia no es un bien absoluto al que deban sacrificarse en su integridad derechos fundamentales de la persona o normas de actuación esenciales al funcionamiento del Estado de derecho. ¿Dónde queda si no el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva? ¿Dónde el sometimiento de todos los poderes públicos a la Constitución y a la legalidad? ¿Dónde el control judicial de los actos administrativos? ¿Dónde el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de proceso? ¿Dónde el principio de universalidad de la ley penal? En absoluto puede admitirse que estos derechos y principios fundamentales puedan quedar anulados por la acción expansiva del secreto oficial, que, si bien garantiza la confidenciafidad temporal de determinadas actuaciones gubernativas, nunca debe servir para vaciar de su propia sustancia al Estado democrático.
Pero aun en el caso de que existiera efectivamente esa colisión insuperable, todavía quedaría una responsabilidad política por depurar. Aunque la justicia no pueda llegar efectivamente al fondo del asunto, hasta la opinión pública han llegado pruebas suficientes sobre la más que probable utilización de dinero de los contribuyentes para financiar asesinatos. Alguien debería responder, con o sin tribunales de por medio, por semejante infamia.
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