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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Moral pública, vicio privado

EN LAS democracias más asentadas funciona un criterio según el cual el político no sólo debe parecer honrado: tiene que serlo. Sobre él recae la demostración permanente de su limpieza. Y si en las elecciones se mide la eficacia que aplicó en la defensa de los intereses de los electores, en todo momento se escudriña su honradez en el cuidado de sus intereses particulares.En Washington, el presidente de la Cámara de Representantes, el diputado demócrata Jim Wright, uno de los hombres más poderosos del país -segundo en el orden de sucesión a la Casa Blanca, tras el vicepresidente-, ha sido acusado por la Comisión de Ética del Congreso de utilizar su influencia para hacer negocios o para favorecer a sus amigos. La comisión cree que Wright ha violado la ley en al menos 69 ocasiones. Ahora, la comisión se constituirá en una especie de tribunal de honor y, analizados rigurosamente los indicios de in *moralidad establecidos por ella misma, recomendará a la Cámara de Representantes, si procede, el castigo que, por votación de ésta, deba imponerse al presidente Wright, y que podrá ir desde una amonestación pública hasta su expulsión del Congreso.

El comité cuya constitución hace meses fue acogida con sonrisas escépticas- ha desempeñado su labor limpiamente y, lo que es más, se ha atrevido con un peso pesado. Ahora le toca a la Cámara cumplir con su deber con igual rigor. Y aunque existe en ella mayoría demócrata, la decisión de juzgar a Wright ha sido tomada por votación unánime de los seis demócratas y los seis republicanos en la Comisión de Ética.

El escándalo Wright tiene mucho de resaca a la mañana siguiente de una presidencia, la de Reagan, que estuvo salpicada de inmoralidades, negocios privados, casos de cohecho. Existe ahora en EE UU un continuado ejercicio de análisis y enjuiciamiento de las actividades privadas de los hombres públicos de la anterior Administración. No sólo por cuanto pudieren haber tenido de inmoralidad personal, sino también por cuanto tuvieron de violación de las leyes. El juicio por el asunto del Irangate es ejemplo simultáneo de ambas cosas.

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Es ciertamente admirable que un sistema como el norteamericano que ya fue capaz de forzar la dimisión de un presidente y de encarcelar a sus colaboradores, otorgue tanta importancia a los comportamientos éticos de los gobernantes. Y ejemplar que el presidente Bush haya lanzado la idea de promulgar una ley sobre ética que se aplique a los tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Pero no conviene olvidar que aún permanecen numerosas incógnitas sobre la propia implicación del que fuera vicepresidente de Reagan en el escándalo de la contra, ni que, en general, la Administración norteamericana ha solido mostrarse mucho más relajada a la hora de apoyar regímenes corruptos en el exterior, siempre que sus políticas resultasen favorables a sus intereses estratégicos.

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