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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

ETA quema sus naves

ES TERRIBLE pensar que unas pocas personas, seguramente no más de dos o tres, reunidas en torno a una máquina de escribir comunicados, sean capaces de arruinar, por su voluntad inapelable, las esperanzas de tanta gente. Pero lo han hecho. "Todos los frentes quedan abiertos". A despecho de los sentimientos de la apabullante mayoría de los ciudadanos vascos, de la opinión razonada de sus representantes legítimos, de las expectativas despertadas en toda España. Despáticamente, con la ridícula soberbia de quienes se creen imbuidos del derecho a decidir sobre quién debe morir y quién no. Demasiado teririble como para no aferrarse al débil hilo que queda colgando del comunicado difundido ayer por los terroristas: aquel en eí que, pese a la afirmación de que la tregua queda rota, se manifiesta la disposición de ETA a "retomar el proceso de conversaciones políticas, con la única condición del compromiso formal por parte de los representantes del Gobierno español (de respetar los acuerdos establecidos por ambas partes". De hecho, tratándose de ETA, no son las palabras, sino los hechos, lo que cuenta; mientras los terroristas no lleven a la práctica las amenazas de utilización de "aquellos otros medios que considere oportunos", cualquier resquicio que permita enhebrar el diálogo debe ser explorado, por estrecho que sea.Se trata, sin embargo, a la vista (le los acontecimientos producidos en los últimos días, de una débil esperanza. Como ha dicho atinadamente un dirigente del PNV, la ruptura de la tregua significa, 4 margen -de cualquier otra consideración, que ETA no está madura para una negociación. Una negociación implica conocer la distancia entre lo imaginado y lo posible, los límites a los que puede llegar el interlocutor. Y también que la posibilidad misma del acuerdo implica la aceptación mutua de toda suerte de sobrentendidos en la presentación por cada una de las partes tanto del proceso como de sus resultados. Así lo entendió el Gobierno, con la comprensión de todas las fuerzas políticas, cuando se abstuvo de polemizar sobre los términos del comunicado difundido por ETA el pasado día 27. Los jefes terroristas, por el contrario, no han interpretado que el Gobierno no puede ir un milímetro más alla de lo que constituye el núcleo del consenso establecido entre todos los partidos democráticos. Sencillamente, porque si el precio fuera la ruptura de ese consenso, dejaría de estar interesado de forma objetiva en el acuerdo. Los jefes de ETA no han percibido que su acción es capaz de sembrar la desolación, pero no -ya no- de poner en peligro la supervivencia de las instituciones democráticas legitimadas por el voto de los ciudadanos.

Anclados en una visión anacrónica de la sociedad que poco tiene que ver con las preocupaciones y aspiraciones de los ciudadanos vascos de hoy, los etarras no han sido capaces de entender que es la sociedad la que les ofrece la posibilidad de una salida digna, y no ellos los que otorgan esa gracia a los ciudadanos y a sus instituciones. En otras palabras, todavía no han interiorizado suficientemente su derrota política, evidenciada estos días en la firmeza del acuerdo de las fuerzas democráticas vascas. Es justo decir, sin embargo, que una ración considerable de la responsabilidad en ese gigantesco equívoco corresponde a quienes, por interés -en el caso de las tramas civiles- o frivolidad -en el de los voluntariosos apologistas exteriores, tan apreciados por los que ponen las bombas-, no han dejado de halagar a los activistas hasta convencerles de que la victoria estaba "al alcance de la mano" o de que habían conseguido, merced a su inteligente estrategia, "poner al Gobierno de rodillas".

Pero esas dos o tres personas que han dicho "no va más", esgrimiendo pretextos sorprendentemente pueriles -y, en todo caso, escandalosamente insuficientes para justificar la muerte de seres humanos-, han sido incapaces también de comprender que están cerrando tras de sí una puerta que dificilmente se volverá a abrir en el futuro para ellos y para los 500 presos que miraban a Argel con esperanza. Toda una serie de factores de improbable repetición se habían concitado para hacer posible una salida no traumática para quienes habían quedado atrapados en el mecanismo de la violencia. Por ello, el Gobierno ha hecho bien en intentar explorar esa salida, aun a riesgo de que la intransigencia de sus interlocutores -o la de quienes los mandan- le situase en posición desairada ante la opinión pública nacional e internacional. Ciertamente, las posibilidades de un acuerdo eran escasas. Pero no había que descartar la posibilidad de que la dinámica social abierta por la expectativa de paz acabase contagiando a sectores del cerrado mundo que se agita en tomo a ETA. El tiempo dirá si esto ha ocurrido. De momento, la unidad de las fuerzas políticas contrarias a la violencia se ha fortalecido con lazos de lealtad y solidaridad democrática, que contribuyen a minar el terreno que utiliza el terrorismo para su actuación. No puedé afirmarse lo núsmo de ETA.

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