Avisos sobre el centenario de Carlos III
Ortega dijo, cuando el anterior de Goethe, que no estaba para centenarios. Y escribió su espléndido ensayo, de reproche, al serenísimo viejo de Weimar. Nosotros sí queremos ser centenario, pero no por acumulaciones, y menos de sandeces.Bien están las loas; mejor aún los estudios, y miel sobre hojuelas si en éstos se incluye una sana porción de crítica. A 200 años vista, el homenaje a Carlos III debe implicar la consideración, nada pospuesta, de sus lados sombríos. "Que de lo oscuro aspiran a lo claro", sentenció Goethe.
Hay precedentes prometedores, mas por ráfagas. Aquel Carlos no gustó, por ejemplo, a doña Emilia Pardo Bazán; tampoco, al poeta, vasco y celeste, Juan Larrea. Don Antonio Domínguez Ortiz se ha detenido en esta cáscara-amarga. Alguien entre los historiadores, que yo no lo soy oficialmente, tendrá que proseguir.
Sir Harold Acton, descendiente de lord Acton, el eviterno ministro, en Nápoles, del Nasone, hijo segundo de Carlos III, cuenta cómo don Carlos, jovencísimo, al dirigirse a hacer presa sobre el trono napolitano, se detuvo en Toscana. Su tío, el gran duque Roberto, mandó quitar de los salones los gobelinos porque el regio sobrino dedicaba las flechas de su arco a las pupilas de las bestias que los tapices dibujaban. Tampoco abandonaba el muchacho, importante, un aposento sin hacer ademán de cabalgar cualquier montura que allí estuviese de adorno. ¿Fue un Calígula manso?
Este Acton es, por cierto, un majadero en cuanto a valoraciones de la pintura española del siglo XVII, sobre todo de José Rihera. Sigue en Teófilo Gautier.
Los errores de la política italiana de don Carlos, que apaciguó el conde de Aranda, estuvieron a punto de dar al traste con la capitalidad de Madrid. El rey tuvo pánico, no a los errores, sino a sus soliviantadas consecuencias de sombreros gachos o de tres picos y de capas largas o recortadas. Su peor equivocación fue su hijo (y su nuera, la de Parma); eso sí, lo sabía. Pero fueron Carlos IV y María Luisa los introductores del buen gusto en palacio. No hay bien que por mal no venga.
El mal vino por Godoy,, su querido Manuel, que se llevó, para venderlo, el buen gusto a Francia. Fue el Nasone quien consiguió que su hermano lo aherrojase de su vera y de Italia. La pasión de la reina por tan apuesto guardia fue compartida por su esposo, aunque en clave únicamente de inconscientes deseos. ¿No le habían hecho príncipe de la Paz porque perdió una guerra que no debió declarar nunca? Los desastres de la revolución gala no llegaron solos.
El mejor alcalde de Madrid tenía un gusto mediocre. Jamás cambió de traje más que por razones de la higiene. Su mujer, la Sajonia, era una lerda (no tanto, sin embargo, como una de sus sucesoras en el trono falaz de Fernando VII, también sajona; "Fernandito, hijo", le decía al cónyuge excitado, "vamos a rezar otro rosario". ¡Miren la luterana!).
Las cosas artísticas, hay que reconocerlo, le salieron muy bien. Mas por casualidad. No fue a Sabatini a quien trajo cómo primer arquitecto, sino a Jubara, una mediocridad; pero murió éste pronto. Antonio Rafael Mengs, buen pintor y mejor tratadista estético, fue su pintor de cámara y el primer velazquista del siglo.
Son un montón las exposiciones que se organizan y que, desde luego, constituyen, por de pronto en el proyecto, un verdadero acierto. Que todos nos cuidemos de no pisar la raya, insulsa y peligrosa, de lo palaciego. Los palacios son hoy prisiones o monumentos; difícilmente casas (conozco alguno que sí es esto último). En sus recintos, pues, puede el trasnochamiento desarrollarse con riesgo; el solipsismo, que es fatal como síntoma político, y la patochada de la adulación, que es síndrome de sociedad enferma (las intrigas circulan por teléfono). Si así fuese, feliz quien cante con Yves Bonnefoix: "Palacios de que he sido el alto descalabro".
La más que meritoria película de Josefina Molina, Esquilache, tiene una secuencia breve, estremecedora, pasmosamente interpretada por Amparo Rivelles en el papel de la reina madre, Isabel de Farnesio, que es la que más se acerca a la verdad histórica de lo que fue Carlos III: un dependiente avisado de excelentes consejeros. La italiana nombra a uno de ellos, italiano también, mas no del Sur como Esquilache: Tanucci. Las cartas del rey a este ministro en Nápoles han sido generosamente editadas (el prólogo es, empero, superficial, y las notas, ostentosamente precarias. El anotador confunde, erre que erre, ostentar con detentar; con lo fácil que sería decir desempeñar). La escena filmada, a la que me he referido, constituye el más ajustado homenaje a la respetable e imitable figura de su majestad católica, que Dios guarda, don Carlos III. Fue un buen rey; no más que eso, que ya es bastante.
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