Oro para un hojalatero
Armas de mujer (Working girl)Dirección: Mike Nichols. Guión: Kevin Wade. Fotografí: Michael Ballhaus. Música: Carly Simon.
Estados Unidos,1988. Intérpretes: Melanie Griffith, Harrison Ford, Sigourney Weaver. Estreno en Madrid: cines Lope de Vega, Roxy, Benlliure,
Novedades, Aluche y (en versión original subtitulada) Albatros, Príncipe Pío.
Working girl lleva dentro una -no excesivamente original, pero sí de buena ley- comedia que ha sido desarrollada con pericia en un buen guión, que a su vez pone en la bandeja del lucimiento a tres intérpretes muy expertos e inspirados. Con este puro oro cinematográfico, un gran director hubiera extraído una gran película. Pero Mike Nichols -no se pueden pedir peras al olmo- se limita a hacer bisutería con un diamante en bruto: una película correcta, bien diseñada, que brilla y se ve bien, pese a padecer algunos errores serios y algunos otros -éstos, más gruesos- vacíos de ritmo, todos ellos imputables al director.
Lo peor, lo imperdonable de este filme está dentro de esos errores y vacíos de ritmo aludidos. Por ejemplo, los 20 primeros minutos de Working girl o Armas de mujer son un lamentable caso de dilación innecesaria de la acción. Nichols no tiene prisa cuando nada tiene que contar y, en cambio, se acelera cuando lo que tiene delante requiere algún detenimiento en la mirada. Lo que se cuenta en esos 20 minutos iniciales, que en cine son una eternidad, podría haberse despachado en pocos minutos con algún sentido de la síntesis y de la economía narrativa. Pero las sutilezas temporales, hilo con el que se borda el buen cine, no son el punto fuerte del estilo de Nichols o, más exactamente, de su carencia de él.
Prólogo moroso
En lugar de ir al grano cuanto antes, Nichols se extiende en una especie de innecesario prólogo moroso y, meramente descriptivo de la vida cotidiana de la protagonista, Melanie Griffth, que, e no ser por las dos o tres informaciones esenciales que nos da el guión y por la contagiosa magia de esta joven actriz, hubiera creado un insalvable hueco de nada dentro de un tipo de película que no admite más que grano puro y ninguna paja.
Pero además de estos vacíos de cadencia, hay algún que otro síntoma de incompetencia en el desarrollo y la formalización visual de algunas secuencias clave. Por ejemplo, la deficiente valoración de la escena de la caída en la nieve de Sigourney Weaver, que cuando ocurre pasa casi inadvertida al espectador -lo que es indicio de mala ecuación temporal de los elementos del gag- y hemos de irnos con la cámara a otro lugar y a otra escena para deducir a posteriori que esa caída es precisamente el punto de inflexión de la comedia, la circunstancia que la desencadena. Y en una película donde los sucesos son trepidantes encadenamientos de situaciones y de inversiones de éstas, el director hace sestear su imaginación por encima de esa trepidación, que hemos de adivinar en el entrelineado de los encuadres y no en la lógica de la sucesión de estos encuadres.
Lo mejor del filme, lo que le hace siempre visible y gozoso, está en la presencia de tres comediantes que saben atrapar, cada uno con técnicas y artimañas propias e intransferibles, la atención del espectador. Harrison Ford es un actor que en cada nueva película pone de manifiesto que su registro es muy amplio, que cabe y que se mueve en una película de aventuras con la misma soltura con que da credibilidad a un drama psicológico o a una comedia. En Armas de mujer, cuando Harrison Ford aparece, la película crece por su sóla presencia. Otro tanto ocurre con una Melanie Griffith en permanente estado de gracia. Y, por su parte, Sigourney Weaver se las arregla para sacar a flote con una facilidad envidiable a un personaje muerto, falso, esquemático, pobre, al que enriquece por su cuenta y riesgo.
De otra manera: tres actores y un guionista ponen oro puro en manos de un hojalatero. La película se ve bien a pesar de su artífice. Y este mediano director está elegido para aspirar a un oscar. No sería raro que lo obtuviese. Peores cosas se han visto en ese amañado reparto de méritos anuales que distribuyen los gremios de la Academia de Hollywood, siempre en razón de políticas, con frecuencia aberrantes, de andar por su casa.
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