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Poderes y deberes de los periodistas

Mientras que una mitad del planeta sueña con la libertad de Prensa, la otra se interroga sobre los problemas que dicha libertad plantea. No hay nada de sorprendente en ello. El ejercicio de toda libertad exige limitaciones. Incluso es ésta su definición original en derecho, ya que la libertad de un ciudadano se acaba cuando resulta perjudicial para la libertad de otro. Por tanto, la idea de contraponer libertad y limitación carece de sentido. Incluso se puede decir que es una idea terrorista en tanto que mide por el mismo rasero el capricho de Calígula y el nihilismo de los anarquistas.Pero hay dos formas de limitación para un periodista. O más bien tres: la que él se impone en nombre de imperativos de consciencia y según su subjetividad y su orientación; la que la ley le impone, particularmente en lo que se refiere a la difamación, y, finalmente, la que la empresa le impone. Centrémonos en esta última. A finales del siglo XIX y a principios del XX se denominaba libertad de Prensa a la que gozaban los políticos e industriales que poseían un periódico sin que, por otra parte, se preocuparan de su rentabilidad. En Francia, todos los grandes que intervenían en la vida política (desde Clemenceau a Jaurés, pasando por Bunau Varilla y Lazurick) tenían su periódico de tirada pequeña, y a veces de gran prestigio. Los equipos se reunían con el patrón para ayudarle a expresar su pensamiento. En Estados Unidos se conoce la historia de Hearst (Ciudadano Kane), que fabricaba vedettes y se unía con los poderosos que le eran favorables. Verdaderamente era un contrapoder, si bien obtenido con métodos degradantes. Por muy pesimistas que seamos sobre la humanidad periodística, podemos decir en cierta medida que la virtud ha triunfado. Los más poderosos periódicos se han desacreditado al adoptar estos métodos: ya no se les daba crédito ni se creía en lo que publicaban. Sin duda, la razón de esto se debe a que siempre ha habido instituciones periodísticas que sirven como referencia, como The New York Times o The Chicago Tribune. Pero es preciso añadir que la razón determinante ha sido una necesidad de rentabilidad y, por tanto, de credibilidad de periódicos y periodistas. Todo el mundo sabe que en la patria del capitalismo hay más reglas que respetar en materia de especulaciones financieras o bursátiles, mientras que en la patria del periodismo los imperativos de derecho y de moral han terminado por ser teorizados y jurisprudenciados. Desde este punto de vista, la libre competencia entre empresas periodísticas ha desembocado en una moralización de dichas empresas.

A medida que los jefes de Prensa y los periodistas han ido asumiendo el papel de contrapoder, y cuando la credibilidad se ha convertido en la condición de la rentabilidad, se ha podido hablar de independencia. Pero dos factores han intervenido y complicado este desenlace. El primer factor es el precie, de coste de los periódicos. Los progresos tecnológicos han multiplicado por 10 este coste muy rápidamente, y han dado una participación cada vez más importante a la publicidad. La independencia ha comenzado a conocer limitaciones que, evidentemente, no todas son necesarias ni morales. El segundo factor es que para ejercer un papel de contrapoder hay que disponer de las informaciones más completas y, si es posible, más secretas no ya sólo sobre la vida de las colectividades y la marcha del mundo, sino también sobre el poder mismo. Ahora bien, un poder se define por un Estado, es decir, por razones de Estado y por secretos de Estado. Los periodistas aceptan cierta censura en los momentos de consenso nacional, por ejemplo, cuando la nación está inmersa en una guerra. Pero en tiempos de paz, durante conflictos menores y, sobre todo, cuando el poder está más o menos desacreditado, la necesidad de obtener a toda costa informaciones cada vez más sensacionalistas plantea a cada instante un problema deontológico.

Podemos decir que ha sido así (en virtud de todas las condiciones enumeradas más arriba) como apareció en Europa el periodismo llamado de investigación. Dos diarios, Der Spiegel, de Hamburgo, y L'Express, de Servant-Schreiber, de París, inauguraron este periodismo en los años cincuenta. Aparecieron en ellos escándalos políticos que desestabilizaron el establishment.

Las guerras coloniales y horrores como los trapicheos que las acompañaron sirvieron como trampolín para lanzar, como a justicieros, este tipo de periodistas que arrinconaron el periodismo local. Pero es, sobre todo, con el caso Watergate (extraordinariamente puesto en escena por The Washington Post contra "los hombres del presidente" [Nixon]) cuando se impuso cierta forma de investigación que hizo escuela. Más de un director de diario querría tener semejante información entre manos, y más de un periodista soñaría con desempeñar un papel tan histórico y obtener el pellejo del presidente del Estado más poderoso del mundo por la simple publicación de una información que se revela como irrefutable.

Pero uno se pregunta hasta dónde puede llegar la búsqueda de información. Podemos decir que si el comportamiento de algunos jefes de Prensa se rige por la búsqueda de un sensacionalismo rentable, también se fundamenta en el postulado de que detentar poder corrompe a todo el mundo y que siempre hay una historia de corrupción por encontrar. El segundo postulado de esta actitud se basa en el equilibrio entre honores y beneficios: ya que algunos han apostado por el poder, es preciso que paguen el precio de la inquisición de sus actos y gestos. Si han corrido el riesgo de exponerse en público, deben ser irreprochables. Esto transforma a algunos periodistas en detectives, en policías y en delatores. Estos calificativos, que se consideran como injuriosos en Europa, son perfectamente asumidos en Estados Unidos con la conciencia completamente limpia del ciudadano americano. ¿Detective? Sea. ¿Pero hasta dónde? ¿Y para hacer qué?

Al menos, según mi punto de vista, los profesionales del otro lado del Atlántico no tienen ninguna lección que darnos. Para ellos no existe la privacidad: se puede penetrar en la intimidad doméstica, conyugal y paterna; se puede preguntar a los vecinos sobre la reputación de un político que se haya mostrado de mal talante ante ello. Se puede hacer un recuento de sus placeres con la esperanza de encontrar debilidades en ellos. Al principio el informe es puritano. Sabemos lo que sucedió con Edward Kennedy y con Gary Hart cuando se les atribuyeron relaciones adúlteras. Dicho de otra manera, no se sabría ejercer ni merecer el poder si no se es irreprochablemente fiel a la mujer de uno, y eso sin examen particular de conflicto eventual que puede separar a dos esposos. Somos puritanos y optimistas: la pareja es fiel y feliz. Ya no hay vida privada, ni pensamiento privado, ni intimidad. No sirve de nada querer escapar a esta investigación: en los periódicos se ha creado una sección especialmente para levantar acta de todos los gossips en general, es la sección llamada people. En pocos años se tia convertido en la más leída de todos los diarios europeos. Sólo se escapa a esta exigencia obsesiva de transparencia, que hace vivir a los hombres públicos bajo la mirada de espejos múltiples que reflejan su imagen sin cesar, en las grandes universidades, esos remansos de dignidad y de civilización americana. Por lo demás, cuando Reagan entró en la Casa Blanca, para permanecer en ella ocho largos años, se remató el puritanismo exhibicionista y policial. Si tuviera que dar un ideal por el que luchar a la Prensa de la Europa en construcción, sería, en primer lugar, "defensa de la vida privada".

Traducción: Daniel Sarasola

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