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Tribuna:
Tribuna
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Amanecerá en tus párpados. . .

Este artículo también podría haberse titulado Burro el que lo lea o El conejo de la Lolen, qué más da. Se trataba de poner un anzuelo inicial o, por contra, de hacer las cosas más difíciles, en el sentido lírico del término. Bien, he optado por lo segundo, como puede verse, pero sospecho que el lector que haya llegado a este punto no abandonará el texto hasta el final del mismo. Es decir, lo espero.Quizá nada mejor para dar comienzo a un escrito que pretende ser también autocrítico que una confesión: sé que nunca me atreveré a titular una novela de ese modo, Amanecerá en tus párpados henchidos de blanca pena. Aunque reconozco que esa frase, sin saber bien la causa, y como imagino que le sucede a la mayor parte de los escritores en un momento u otro de sus vidas, me viene persiguiendo desde hace ya años de una manera obsesiva, recurrente. Y es que nadie, salvo los propios escritores, supone hasta qué punto es importante el hecho de encontrar un título adecuado, que no siempre habrá de ser el más acertado. Aquí y allá, con más o menos disimulo, detecto el rastro de esa preocupación larvada de los novelistas por dar con el título, rotundo, lapidario, que entre como un tiro por los ojos y en la conciencia. La historia de la gran literatura también está configurada por grandes títulos, en la mente de todos, y que generalmente han acompañado a grandes obras. Por citar un único caso, En busca del tiempo perdido resume uno de esos fenómenos en los que el lector se siente cautivado a priori por una historia que aún no ha empezado a leer. Tal es su belleza, tal el misterio que lleva implícito. Muchos novelistas, en el fondo o en la superficie, soñamos con encontrar ese título que marque la diferencia. Simultáneamente somos conscientes de qué tipo de títulos suelen vender y despertar el interés, o el morbo, de un amplísimo sector de lectores. Ahí, creo, puede residir el peligro en el futuro. En que paulatinamente empecemos a vender nuestra alma al diablo. La sombra de

Mephisto. Porque, quede esto claro, en todo momento me estoy refiriendo a los novelistas que entre pecho y espalda, además de las obvias y lógicas ganas de vender y gustar, tenemos una especie de raro artilugio invisible al. que podríamos denominar alma.

Pero vayamos al fenómeno en sí. De un tiempo a esta parte se observa un hecho habitual. Alguien irrumpe en una librería y pide, con un rictus de angustia dibujado en el rostro, el libro Historia del tiempo, del científico Stephen Hawking. Antes ha mirado a ver si había foto del autor en la solapa. Cuando la ve suspira tranquilo. Yo mismo presencié la escena de una señora que, en tono vagamente hístérico, pidió el citado libro, insistiendo en saber si estaba en forma novelada. Le dijeron que no, pero daba igual. Se llevó dos ejemplares entre comentarios de "pobre chico, pobre chico", pues la vendedora le explicó lo mucho que se había vendido y que aquéllos eran los dos últimos ejemplares. Otro señor entró desencajado preguntando si Historia del tiempo eran varios volúmenes. Cuando le contestaron que sólo era un libro, protestó airado: "¡Póngamelo, pero si hubieran sido varios también me lo llevaría!". Algo está pasando. También he podido ver en pleno vuelo -espantosas turbulencias y ellos sin enterarse- a tipos sin brillantina ni camisas de seda devorando Asalto al poder con un algo de litúrgico, cuando no de religioso, en la expresión, igual que haría un joven teólogo en la Edad Media con la Suma contra los gentiles entre sus imanos. Hay otros factores en los best sellers Hawking y Mario Conde que no remiten al título. factores que incitan a la gente a poseer como sea los citados libros. Luego, quienes estamos en relación directa con el mundo editorial, nos topamos de narices con una evidencia: los títulos que por sí solos venden como rosquillas: Cómo tener la casa como un cerdo, ¡Socorro!, tengo un hoo adolescente, Cómo hacer completamente infeliz a un hombre y un largo etcétera. Esto también afecta a títulos más literarios, como es el caso de En brazos de una mujer madura. La pregunta: ¿cuíntas mujeres maduras se habrán sentido atraídas por ese título, identificándose de inmediato con él? Suficientes como para agotar varias ediciones. ¡Huya, huya la tentación de nosotros! La culpa, quizá, la tenga la publicidad, el eslogan demoledor, la frase-bofetada. Lo cierto es que la idea de este articulo se me ocurrió, además de por el sentimiento de derrota de saber que jamás me atrevería a titular una obra como al principio comenté, a raíz de la conversación con un amigo novelista que trabaja en una obra a la que piensa llamar El abogado. Le insinué que ese título decía poco, que faltaba algo. Entonces surgió la broma. "¿Te imaginas que de repente se da el fenómeno y los abogados de todo el país empiezan a comprarlo como locos? Y no sólo ellos, también la gente que está relacionada con los abogados...". Sí, a menudo emerge ante nosotros la perversa y suprema tentación de titular las novelas de forma que; puedan atraer, de entrada, a sectores amplios y definidos de potenciales lectores. Imagínense, por ejemplo, la novela de un autor de los así denominados literarios que se titulase Hay un chorizo en mi empresa. Con una buena promoción llegaría a ser, sin duda, el libro de regalo navideño de innumerables empresas.

U otro que fuese Engañé a mi mujer sin tener sentimiento de culpa. Gran exitazo. O quizá Viuda y toda una vida por delante. El gremio de las viudas, con cierto status económico y un mínimo afán de lectura, tomaría las librerías al asalto, Pienso que el día que alguien se descuelgue con una aceptable novela que haga referencia a las auténticas heroínas de los tiempos modernos, las amas de casa, ese día se romperán todos los récords de ventas.

Después están los otros títulos, por fortuna. Paradójicamente, sobreviven en la penumbra, como los líquenes bajo tierra de las estepas siberianas, como esas florecillas que, inverosímilmente, asoman entre las grietas de una roca sin vida. Uno se pregunta cómo es posible que el mundo siga su curso normal circulando por ahí títulos al estilo de Oscuras materias de la luz, Geometría del miedo, Crónica de la nada hecha pedazos, Te dejo, amor, el mar como prenda -y les aseguro que en catalán suena mucho mejor-, La ternura de! dragón. Vicisitudes en el polen, El ancho mar de los Sargazos. Dejemos hablar al viento, Visión del ahogado, E1 escorpión enamorado de la luna o ese sublime, prodigioso Vitam venturi saeculi, perfecto de estructura, tono y musicalidad. El mundo sigue funcionando de la misma manera sin esos títulos. Increíble. Si un tipo nacido en Nueva York o incluso en Utah publicara Me cago en el Quinto Centenario se haría de oro. Aquí, pese a todo, es más difícil. Otro amigo novelista me comentaba que estaba casi decidido a cambiar el título de la obra en la que trabaja, Estructura de tu cuerpo, por el más práctico y directo Qué buena estás, gachona, harto ya de la ignorancia a la que viene siendo sometida su obra y más harto aún de no vender apenas nada. Con el mercado erótico o pomo pasa lo mismo. Se ha subido el listón de los títulos-bofetada. Películas porno que hace 10 años se llamaban La irresistible humedad interior, hace cinco ya se habían transformado en Colegialas hambrientas de celo y ahora se proyectan bajo el rótulo Con las bragas mojadas en el suelo o Cachondas por delante, viciosas por detrás. El sugerente Juegos incestuosos de hace un lustro se transmuta en un más explícito Mi mamá me la mama. Los antaño sutiles Elucubraciones calientes o simpáticos como Maratón porro en el convento han sido sustituidos por ¡Caray can el mayordomo, qué gordo tiene el maromo! o Monjas abiertas en canal. El mercado aprieta. La publicidad manda.

Y en medio, los novelistas, algunos de ellos empeñados en formar una especie de guardia pretoriana de la belleza. Encerrados durante años con tibias obras que no venderán un rosco. Un sinsentído. Acostumbrados, a lo sumo, a oír alusiones a nuestras obras al estilo de "ablución espiritual", "catarsis metonímica" o la tan temida "disgregación del sujeto". Sin embargo, para bien o para mal, pienso que los novelistas de hoy aún no hemos perdido la ingenuidad, la pureza. O al menos aún no la hemos perdido del todo.

Supongo que seguiremos insistiendo con obstinación canina en la otra tentación, la lírica, la literaria. Incluso, y sobre todo, a costa de no vender. A veces sospecho que, en el fondo, de eso se trata. Momigliano, en un excelente ensayo sobre el Orlando furioso, de Ariosto, se preguntaba si acaso la poesía no sería otra cosa que el sueño de un hombre sin cerebro. Invirtiendo los términos, tal vez podría pensarse que el sueño, soñar, no es más que la poesía de un hombre sin cerebro. Es una simple metáfora -lo mismo que este artículo- y una humilde hipótesis futura de trabajo. Soñemos, pues, si eso nos sirve para huir de la pesadilla, de la descerebrada realidad que nos ha tocado vivir. Aunque cada mañana nuestros párpados amanezcan henchidos de blanca pena, acaso por ser conscientes de que somos cobayas de las necesidades colectivas y de que estamos abocados a una dulce rutina. Quizá, quién sabe, lo único nuestro de verdad.

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