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Noche de carnaval

En la madrugada del jueves una lluvia menuda mojó los adoquines del viejo Madrid y se quedó reposando en los disfraces de los que despedían el carnaval en la Plaza Mayor. Sobre una plataforma recorrida por los fogonazos de un delirio eléctrico, otra gente disfrazada interpretaba un espectáculo circense. La diversión parecía estar en el escenario y no en el público, que observaba las maniobras de los de arriba con un gesto de humedad y cansancio. Curas, mimos, bandoleros, arlequines, administrativos hechos a sí mismos y otras especies camufladas se quedaban detenidas ante la plataforma con la indiferencia de un público de televisión. Pero también, quizá, con el sentimiento de que no hay alegría sin interpretación. Los de abajo parecían estar mirándose en el espejo de los que danzaban todavía con la fuerza que despiden los individuos contratados.En los soportales, a una distancia ajena al espectáculo, grupos reducidos se ensimismaban en una diversión distinta. Los pequeños cónclaves se repartían algo muy valioso antes de metérselo en el cuerpo. Después miraban la gasa punteada del cielo con unos ojos que no eran los de antes. Tampoco eran más felices ahora, pero la descarga les había convertido por fin en público absoluto. La realidad entera se les ofrecía como espectáculo. No sólo el escenario de la plaza, sino los escenarios herméticos de la propia mirada. Los policías pasaban a su lado con una sensación de sombras que cruzan la sala de una proyección privada. Desde su invisibilidad echaban vistazos fríos a los rostros químicamente ilusionados, como si esa forma de mirar pudiera convertir en invisibles a los mismos que les habían reducido a la condición de sombras.

La tercera clase de público se había detenido en los bares de una calle lateral, la calle de Ciudad Rodrigo, desde donde podía espiar los movimientos de las otras dos clases. Aunque ellos estaban quietos, pegados a su barra de pan o a su cerveza como quien se pega a una certidumbre perseguida desde una infancia con hambre. Media docena de estudiantes con la cara empolvada jugaba al escondite entre los pilares y pedía a los de la certidumbre que se pusieran también a jugar. La respuesta era un mordisco receloso al bocadillo. Por esa calle llegaban de otros sitios de la ciudad a ver qué pasaba en la Plaza Mayor, en general el tipo de gente a la que no se puede convencer, cuando tiene la noche libre, de que hay días en que nunca pasa nada. Los de la calle observaban su paso moviendo los carrillos y se quedaban con ganas de decir que no con la cabeza al gesto ansioso de los que querían más feria. Porque a partir de ciertas horas los noctámbulos se convierten en suplicantes, hay en su forma de dejar los labios flojos una petición de socorro, de ayuda para que la noche continúe. Pero poco después de atravesar el arco de la plaza se habían trasformado, como los demás, en simples espectadores de algo que moría. No habría más carnaval por mucha intensidad que pusieran en la mirada.

Un resto de seres saturnales se besaba, escogiendo las esquinas o la discreta elevación de los umbrales, en un abrazo de trenza. Como tal beso era verídico, es decir, se apoyaba en una presión casi constante de los labios. Pero era fácil averiguar que por el rabillo del ojo espiaban los alardes de los otros besadores, imitaban otros movimientos y cuando alguna pareja cambiaba el gesto, las demás lo cambiaban. Sin darse cuenta, lo más seguro. También el amor tenía su disfraz, su forma de interpretarse en esa última madrugada.

Fuera de la Plaza Mayor, las calles de la judería y de la morería estaban desiertas, pero con una soledad de decorado. De recinto dispuesto para un rodaje instantáneo. La lluvia, que había resultado falsa porque ni siquiera llegó a empapar a los que la reciebieron hora tras hora al descubierto, se dobló como un pañuelo de lentejuelas en la altura. Y se quedó ahí hasta la amanecida, flotando con un pliegue espiritual.

Cuando la fiesta se dio por acabada, el público se distribuyó por locales vacíos para enseñar sus prendas. Mientras la noche se imitaba a sí misma y se endurecía para resistir el manotazo de la luz diurna.

Los resistentes fumaron colillas y se asomaron al reflejo de la última taza de café convencidos de que habían encontrado un espejo. Entre las bombillas y las ondas de la cuchara al diluir el azúcar, fotografiaron sus ojos cansados hasta la próxima vez.

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