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Tribuna
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Autodeterminación, apagar el fuego con gasolina

A comienzos de los sesenta, los nacionalistas vascos compendiaban sus aspiraciones políticas en la reclamación del Estatuto de Autonomía de 1936. Planteamientos como el de la autodeterminación resultaban extraños para el PNV. Una "virguería marxista", como diría años después Xabier Arzalluz. Pero desde finales de la década, y en particular tras el juicio de Burgos, la izquierda sesentayochista, y luego toda la izquierda, descubrió las virtualidades del nacionalismo como factor de agitación y se convirtió en sorprendente agente concienciador de esa ideología. Los textos de Lenin contra el centralismo del estado zarista fueron estudiados con ahínco en busca de argumentos que hicieran compatible el internacionalismo proletario con el apoyo incondicional a las reivindicaciones de quienes poco antes habían sido condenados al purgatorio pequeño-burgués. El maoismo ayudaba mucho. Los trotskistas lo tenían más difícil, especialmente los que habían leído (en "Entre el imperialismo y la revolución") las justificaciones del maestro en relación a la invasión por el Ejército Rojo, en 1921, de la república independiente de Georgia. El caso es que hacia mediados de los setenta toda la izquierda, sin excluir al PSOE, proclamaba con entusiasmo que sólo la autodeterminación resolvería el problema vasco.Autores como Andrés de Blas han analizado las causas de ese filonacionalismo izquierdista, poniéndolo en relación, en particular, con la tendencia a instrumentalizar cualquier cosa que se mueva -en no importa qué dirección- característica de la tradición leninista. Pero lo más importante de ese fenómeno fue su efecto sobre los nacionalistas genuinos. La llegada a la vida política de una nueva generación que no había conocido la experiencia de los años treinta colocó a los dirigentes del PNV ante el riesgo de verse desbordados en materia de patriotismo por quienes ni siquiera se reconocían a sí mismos como nacionalistas. Cualquiera que conozca mínimamente los resortes íntimos de esa ideología comprenderá el desasosiego de unos dirigentes que se encontraron de pronto en posiciones más moderadas que aquellos partidos en confrontación con los cuales se había afirmado durante decenios el nacionalismo vasco. El PNV no tuvo más remedio que adaptar su discurso a esa presión exterior. La lógica de quienes reclamaban la autodeterminación como mínimo irrenunciable fue finalmente asumida, con resultados como la abstención nacionalista ante la Constitución. Se verificaba así una vez más el principio de la ultrasolución, enunciado por Paul Watzlawick y del que aquí dio cuenta Juan Cueto. A saber, que la fórmula infalible para perseverar en el fracaso ante un problema dado consiste en proponer soluciones tan radicales que creen un nuevo problema, éste ya irresoluble.

Desbordados

En los últimos meses se asiste a un fenómeno sorprendente. Los nacionalistas vascos democráticos, tras la experiencia de una década marcada por la inestabilidad política, el empobrecimiento económico y la degradación moral de la sociedad vasca, han iniciado un giro hacia la recuperación de la tradición de los años treinta, truncada por el franquismo. Euskadiko Ezkerra, formación heredera de las primeras generaciones de ETA, proclama su apoyo retrospectivo a la Constitución, al tiempo que Arzalluz se hace la autocrítica sobre la concepción sectaria de lo vasco que alentó en el PNV hasta hace poco e ironiza sobre si la autodeterminación que siguen reclamando otros servirá para plantar berzas. En fin, todos los partidos nacionalistas firman un documento sobre la pacificación de impecable factura democrática. En su conjunto este giro apunta hacia la plena integración de las aspiraciones nacionalistas en el marco de la normalidad constitucional, única vía racional para que la solución no se convierta en problema adicional.

Pues bien: Es justo en este momento cuando desde tribunas que en el pasado se caracterizaron más bien por su desdén hacia las reivindicaciones vasquista -y hacia las reivindicaciones democráticas en general- surgen voces empeñadas en desautorizar esa evolución reclamando la autodeterminación. Los más ignorantes o frívolos (especialmente aquellos a los que pagan para decir por la radio lo primero que les venga a la boca) suelen introducir una cuota adicional de confusión alegando que mientras ese derecho no sea reconocido es lógico -aunque lamentable, condenable, etc- que ETA siga pegando tiros.

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Desorientados ante la perspectiva de verse desbordados en su propio terreno, los herederos de Sabino Arana vacilan a la hora de sacar las conclusiones lógicas del giro emprendido. Arzalluz argumentaba hace unos días contra la pretensión de ETA de actuar en nombre de todos los nacionalistas (y por tanto de la mayoría del pueblo vasco). La conclusión era que el caracter totalitario del proyecto de ETA lo hacía incompatible con las aspiraciones democráticas de la mayoría de la población. Tan demoledora resultaba su argumentación, apoyada en textos internos de los propios terroristas, que el dirigente nacionalista se sintió obligado a compensar el efecto con un añadido -directamente contradictorio con el núcleo de su razonamiento- en el que advertía contra el peligro de que en el enfrentamiento entre totalitarios y demócratas olvidemos lo esencial de nuestro ser nacionalista". Contradictorio, porque lo sustancial de su argumento consistía precisamente en resaltar que el sentimiento nacionalista con que él se identificaba era inseparable de su condición de demócrata y de ser humano.

Consciente de su responsabilidad en el hinchamiento de ese globo, la izquierda rehuye en general el debate sobre la autodeterminación, aceptando implícitamente que se trata de un principio incuestionable, evidente por sí mismo, por más que su aplicación resulte por el momento inoportuna, desestabilizadora, etc. Algunos optan simplemente por la huida: ninguna dificultad habría en reconocer ese derecho puesto que rectamente entendido excluye el derecho a la independencia. Naturalmente, si los fusiles no tuvieran gatillo, cañón y balas serían inofensivos. Pero ya no serían fusiles. El asunto resulta de cierta actualidad porque incluso en la fortaleza del esencialismo abertzale más recalcitrante comienza a abrirse paso el convencimiento de que la trascendental acción que le queda por realizar a su vanguardia para que se plasmen al fin sus aspiraciones consiste en abandonar el escenario. La desaparición de ETA es la llave maestra que permitiría a la ertzaintza sustituir a las fuerzas de seguridad del estado, volver a casa a los presos, mejorar las condiciones de vida de los trabajadores agobiados por el paro y la desinversión, legalizar los partidos independentistas, lograr que los habitantes de Navarra consideren la posibilidad de su integración en la Comunidad Vasca (lo que seguramente sería coherente en términos de política territorial). Pero lo que resulta irrecuperable es la autodeterminación. "Ahí les hemos pillado", cavilan los estrategas de la escalada sin fin, convencidos de que se trata de un derecho tan incuestionado como incuestionable -puesto que lo reclaman hasta los enemigos- y, sin embargo, negado por la Constitución.

Argumentos

¿Pero realmente resulta tan indudable como se pretende? Me permito enunciar algunos argumentos que a mi juicio demuestran que no. Primero: La autodeterminación es un método, entre otros, de acabar con los factores que determinan situaciones de opresión nacional. Pero en la Euskadi actual no existe ahora ese tipo de opresión -en relación a la lengua, las instituciones de autogobierno, los valores y símbolos de autoidentificación- Luego la evocación de ese derecho, tal vez legítima en otro tiempo, carece de sentido hoy. Segundo: Admitir ese derecho implica determinar el sujeto que lo ejercería. En el caso del País Vasco actual resulta imposible un acuerdo al respecto. Lo mismo podría ser reclamado para la actual comunidad autónoma que para el territorio histórico de Guipúzcoa, para Euskadi Norte y Sur simultáneamente o sólo para la comarca del Gohierri. Tercero: En una sociedad plural y compleja como la vasca actual existen diversas opciones sobre el grado de autonomía deseable. A condición de que todas las opiniones puedan expresarse libremente, incluyendo las independentistas, la celebración de elecciones periódicas producirá una resultante que reflejará los deseos de la población al respecto -y sus eventuales modificaciones en el tiempo- de manera más cabal, y por tanto más democrática, que cualquier referendum en que sólo sea posible elegir entre la independencia o la no independencia.

Pero hay más. Porque, cuarto: La honestidad exige que quien reivindique la autodeterminación explique claramente las previsibles consecuencias prácticas de la opción independentista. Por ejemplo, la segura exclusión de las Comunidades Europeas y el brillante porvenir tercermundista que se abriría para la economía vasca, que vende fuera de Euskadi entre el 60 y el 70% de lo que produce. Quinto: En los estados constituidos desde hace siglos, como el español, existe una interrelación tal de intereses entre sus distintas comunidades étnicas o nacionales que resulta dudosamente legítimo atribuir a una de ellas la decisión unilateral sobre su pertenencia o no al conjunto. Por ejemplo, la industrialización del País Vasco, como la de Cataluña, se realizó en gran parte merced a la canalización hacia su territorio, mediante instituciones de crédito como, en particular, la Confederación de Cajas de Ahorros, de recursos procedentes de la agricultura de zonas agrícolas deprimidas, como Castilla y Andalucía (incluidos los recursos humanos). Como esos recursos no podrían ser simplemente devueltos, cualquier decisión sobre la separación debería producirse como mínimo, y por razones de estricta justicia, de manera bilateral. Y sexto: La aceptación por parte del Estado democrático de esa exigencia de los que ponen bombas no tendría efectos pacificadores, sino todo lo contrario. Si, como parece probable, el resultado del referendum fuera contrario a la independencia, los adalides de ésta proclamarían de inmediato que no había sido auténticamente democrático -porque se había celebrado en un país ocupado, o porque se había chantajeado a la población con amenazas de desastre económico, o porque la televisión no había sido neutral, etc-. Habría, pues, un excelente motivo para volver a colocar coches bomba. Si el resultado fuera favorable a la separación, se habría demostrado la eficacia de la lucha armada para obtener lo que el Estado más se resistía a ceder. Ergo el mismo método de amedrentamiento podría seguir siendo utilizado, ahora contra los nacionalistas tibios, hasta la victoria final de la vanguardia consecuente.

Javier Pradera llamó la atención recientemente sobre la escasa verosimilitud de un escenario político en el que inscribir, sin quebrar la legalidad constitucional, un planteamiento autodeterminista. Si a ello se añade que el método resulta más beligerante que pacificador, dudosamente ético, menos democrático que las elecciones periódicas, suicida para la sociedad vasca -que sólo podría subsistir como protectorado de alguna potencia extranjera- y discutible incluso como principio teórico por ausencia de un sujeto claro, parece conveniente que el asunto deje de ser utilizado de manera tan irresponsable por quienes, afirmando estar por la paz y la democracia, no dejan, sin embargo, de proporcionar nuevas coartadas a quienes no están por ninguna de esas dos

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