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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Hipocresías

LA ADMINISTRACIÓN estadounidense acusó recientemente a empresas alemanas de estar involucradas en la construcción de una fábrica de armamento químico en Libia y amenazó con bombardear esta planta de Rabta. Sólo hace unas semanas, el canciller Helmut Kohl se declaró ofendido por las afirmaciones norteamericanas. Ahora ha tenido que rendirse a la evidencia de que al menos tres empresas alemanas (y una suiza) han estado implicadas en la instalación de la planta libia.El caso de la RFA, firmante de todas las convenciones internacionales al respecto, ilustra muy bien sobre la hipocresía que reina en el campo del comercio de armas y las dificultades de hacer cumplir las conclusiones de la reciente conferencia internacional de París para prohibir las armas químicas. En aquella reunión, por ejemplo, el delegado de Irak -único país que es conocido por haber utilizado en tiempos recientes arinas químicas- se permitía el cínico lujo de aconsejar a todos los Estados que se adhirieran a la Convención de Ginebra de 1925 en la materia.

La fabricación y venta de armamento obedece, como actividad económica legitimada por la comunidad internacional, al principio más hipócrita de todos: "Las armas no matan; lo que mata es la mano que las usa" (eslogan que utiliza en EE UU el lobby de fabricantes de armas). Un enunciado que difícilmente consolará a los deudos de los miles y miles de iraníes, iraquíes, afganos, libaneses... muertos sólo en la última década mientras esperaban que alguien más que los mismos fabricantes empezase a creer semejante sofisma.

Los Gobiernos de los países desarrollados donde se producen las armas (a los subdesarrollados les está reservado el privilegio de experimentarlas) suelen afirmar que se trata de una actividad económica que emplea a miles de obreros y que ha sido legitimada por la abierta competencia de otros países y socios. Nadie parece acordarse de para qué sirven los cañones, morteros y granadas. Y cuando Washington amenaza con bombardear una fábrica en Libia olvida que en el centro del escándalo del Irangate, que tan de cerca le tocó, había un gigantesco tráfico de armas. ¿Cuántos son los Gobiernos que consideran haber cumplido con sus obligaciones simplemente por exigir un certificado de que las armas que exportan no tienen por destino un campo de batalla? ¿Y cuántos desconocen cuál es el destino real de esos embarques? El escándalo manifestado unánimente ante la fábrica libia -absolutamente legítimo- debería hacer reflexionar, con todo, sobre las distintas varas de medir que frecuentemente se aplican en este macabro terreno, dependiendo de quién sea quien fabrique unas u otras armas.

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La convención firmada en París hace poco más de dos semanas es prometedora no sólo porque es fruto de la distensión internacional, sino, sobre todo, porque cierra una puerta a la hipocresía cuando reconoce que el camino hacia el desarme convencional y la eliminación de las armas, químicas en este caso, es la verificación. Sin embargo, el escándalo provocado por la participación de la RFA en la construccíón de la fábrica libia de Rabta pone de manifiesto una cosa más. Cuando se empiece a negociar en Ginebra el convenio que desarrolle la voluntad manifestada en París, a la creación de un sistema internacional de verificación efectiva deberá añadirse otro por el que los Gobiernos sean responsabilízados por su negligencia a la hora de vigilar las actividades de sus nacionales en esta materia.

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