Sí, diferentes
Estaba escrito que el primer resultado de la presidencia europea sería la gloriosa resurrección de la polémica sobre si somos o no somos diferentes. Estaba escrito, pero no en cualquier parte: en nuestro código genético. Hubo un tiempo en el que influido por Caro Baroja le había declarado la guerra al mito del carácter nacional. Reaccionaba groseramente cuando alguien mencionaba esa castiza cordillera de peculiaridades que nos separaba de Europa. Disparaba el cachondeo contra el miserere de los intraducibles rasgos del alma nacional. Luchaba contra los tristes tópicos del ser, el quién, el porqué, el qué sé yo de los españoles. Hasta que un día capitulé.Me rindo: somos diferentes. Ahora bien, no por culpa de esos lamentos que salmodian los profesionales del género del carácter nacional. Así no hay manera de ser diferentes porque cada autor defiende a capa y espada una teoría muy diferente de por qué somos diferentes: el misticismo de Ganivet, el quijotismo de Unamuno, el genio católico de Menéndez Pelayo, el covadonguismo de Sánchez Albornoz, el fisiografismo de Mallada, la hispanidad racial de Maeztu, el anarquismo de Américo Castro, el germanismo de Picavea, el pesimismo de Cánovas, el decadentismo de Ginés de Sepúlveda, el gargorismo de Sánchez Dragó, el sindicalismo del 14-D. Mi hipótesis es más simplona. Somos diferentes porque somos los únicos que a estas alturas todavía seguimos discutiendo si somos o no somos diferentes. El distintivo que tenemos inscrito en el ADN es la atracción fatal por ese gótico subgénero de la literatura fantástica que convoca los fantasmones del carácter nacional. Nuestro rasgo diferencial es esa cíclica manía de buscar ingeniosos rasgos diferenciales, preferentemente trágicos, pesimistas, tenebrosos. Y no hace falta ser de la escuela de Palo Alto para saber que si buscas algo con tantísima insistencia, por muy disparatado e innecesario que sea, acabarás encontrándolo y luego lamentándolo. Pero como de eso se trata, de trabajar el lamento, pues todos tan contentos.
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