De lo divino a lo humano
Quizá ninguna cañonera haya provocado tanto ruido en la historia universal como las que al mando del comodoro Perry anclaron frente al puerto de Uraga el 8 de julio de 1.853. Al imponer una política de puertas abiertas y obligar a Japón a establecer relaciones comerciales con el exterior, los norteamericanos aceleraron el fin del período Tokugawa y pusieron en marcha el proceso de restauración o revolución desde arriba conocido por el nombre del emperador Meiji. Desde 1868, Japón, por medio de una profunda revolución interna, se preparó para salir al exterior como una potencia de primer orden.El nuevo poderío japonés se basó en una sólida burocracia de Estado, en las fuerzas militares y en las grandes corporaciones capitalistas. Japón experimentó así un proceso de modernización económica y de centralización de poder sin pasar por las revoluciones políticas liberales que destrozaron en Europa los vínculos feudales: pasó del feudalismo a un capitalismo de industria pesada y de grandes finanzas sin experimentar una revolución liberal.
Un elemento central de ese nuevo Japón fue la figura del emperador. En 1889, la Constitución Meiji institucionalizó la soberanía en la persona de un emperador divino, una especie de monarca absoluto y sagrado cuyo poder emanaba de lo alto y que se situaba por encima del Gobierno. El emperador personificaba al Estado y representaba simbólica y emotivamente la unidad nacional. No le alcanzaba responsabilidad alguna por los actos de gobierno, ya que, además de su carácter divino, hablaba en nombre de un consenso obtenido previamente por su consejo imperial.
Tales fueron los poderes que heredó el príncipe Hirohito cuando accedió al trono tras la muerte del emperador Taisho, en diciembre de 1926. Los fundamentos del Japón moderno como potencia imperial asiática estaban ya consolidados desde las guerras con China y con Rusia de finales del siglo XIX y principios del X X. Quedaba por cubrir la fase de expansión, que fue precisamente lo que caracterizó los turbulentos años que siguieron a su llegada al trono. Hirohito asistió desde el comienzo de su reinado al deterioro de los Gobiernos civiles y al ascenso del militarismo y del imperialismo. Invocando su nombre y la necesidad de llevar hasta su fin la nueva restauración Showa, los grupos extremistas del Ejército liquidaron físicamente a los dirigentes de los partidos políticos y sometieron a los de las grandes corporaciones capitalistas. Pero más grave aún para el futuro de la nación fue la imparable transformación del militarismo en expansionismo imperial. Una versión asiática de la doctrina Monroe alumbró entre los militares japoneses: Asia debía ser para los asiáticos, naturalmente bajo la ocupación y tutela de la mayor potencia asiática, Japón, y a la sombra de su sagrado monarca, Hirohito.
Como era obligado, el ascenso del militarismo, del nacionalismo y del imperialismo condujo, bajo el emperador Hirohito, al permanente estado de guerra vivido por Japón desde el llamado incidente de Manchuria de 1931. A partir de ese momento, y hasta 1942, los avances fueron realmente impresionantes, primero hacia el continente asiático, con la ocupación de Manchuria y la guerra de China, y llevando luego los ejércitos japoneses hasta las mismas fronteras de Australia y a enfrentarse con la armada norteamericana en el centro del Pacífico. Hirohito presidió, tras esas fulgurantes conquistas, un imperio insular pero continental y a la vez marítimo, afectado, por tanto, de una profunda fragilidad interna que le hacía inmediatamente vulnerable ante su; enemigos: el momento de máxima expansión fue también el comienzo de la más severa derrota. En 1945, el imperio japonés quedó reducido a las cuatro islas desde las que había iniciado su expansión en la era Meiji.
Hirohito fue símbolo del mayor imperio asiático de los tiempos modernos y, casi inmediatamente, máximo representante de su más trágica y total derrota. En realidad, su carácter divino le hacía políticamente irresponsable de las decisiones tomadas por sus Gobiernos y consejeros: el arduo proceso de toma de decisión en los más altos niveles del poder japonés era responsabilidad colectiva de los máximos dirigentes, que llevabal al emperador la decisión ya adoptada. Pero era muy difícil que, ante la hecatombe final prevocada por sus Gobiernos, el emperador, que en todo caso debía ratificar la política de sus consejeros, pudiera salvar no ya el trono, sino la vida.
Su insólito destino se debió a que, en esta ocasión, la potencia vencedora, o más exactamente el general MacArthur, vio en él la persona idónea para legitimar sus planes de conducir a Japón hacia una democracia de corte occidental. De hecho. no faltaron voces en Estados Unidos, y sobre todo en el Reino Unido y en la Unión Soviética, que pidieron el juicio y la ejecución del emperador como criminal de guerra junto a su Gobierno y jefes militares. Seguramente fue el encuentro del propio emperador con el general MacArthur el 27 de septiembre de 1945, lo que decidió su destino. Descendiendo de las alturas que situtaban a su persona en la cercanía de los dioses, el emperador, patéticamente trajeado, visitó en la propia Embajada norteamericana a un victorioso general que le recibía en mangas de camisa, preparado para oír la petición de gracia. Hirohito, sin embargo, asumió ante MacArthur la responsabilidad política y militar de la guerra, y lo que solicitó no fue el perdón para su persona, sino la ayuda de Estados Unidos para remediar el sufrimiento del pueblo japonés.
MacArthur no parece haber dudado, desde ese encuentro, de la idoneidad del emperador para llenar la función de monarca constitucional de'una nueva democracia como la que las fuerzas de ocupación querían para la nación ocupada.
A partir de la Constitución de 1946, discutida con representantes japoneses pero redactada finalmente por los norteamericanos, el emperador perdió formalmente su carácter divino, al que simbólicamente había renunciado con su visita a MacArthur, y se convirtió en jefe de Estado desprovisto de poderes políticos.
Con el emperador divino desapareció también la vieja aristocracia y el tradicional poder militar: la reforma agraria convirtió en propietarios a miles de campesinos arrendatarios, y la Constitución, que establecía un sistema parlamentario de tipo occidental cortado según el patrón británico, incluía la renuncia a declarar la guerra y la prohibición de mantener fuerzas armadas.
Derrotado sin paliativos al final de 15 años de guerras ininterrumpidas, reducido a sus cuatro islas, sin Ejército, sin aristocracia, quizá fue la permanencia de Hirohito en un trono ya para siempre terrenal el referente simbólico que permitió al pueblo japonés mantener su identidad como nación en el marco de tan sustanciales cambios sociales y políticos. Las suaves maneras con las que el emperador se despojó de sus prerrogativas sagradas y vistió el ropaje de los monarcas constitucionales fue así el símbolo de la transición de un Estado teocrático, militarista y autoritario a una nueva y poderosa democracia asiática entreverada de cultura norteamericana. Si las cañoneras del comodoro Perry iniciaron el proceso que culminaría en la divinización del emperador Meiji, la victoria y las indudables dotes políticas del general MacArthur convirtieron en humano al divino emperador Hirohito y transformaron de forma permanente las bases sociales del trono imperial. Desde entonces, entre norteamericanos y japoneses, o sea, del lado del Pacífico, anda el juego.
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