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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Química militar

LA CONFERENCIA Mundial sobre Prohibición de Armas Químicas, que se celebra en París, responde al anhelo profundamente arraigado de que desaparezca una de las formas de matar seres humanos más espantosas que se han conocido en la historia. Las contradicciones que se han puesto de manifiesto en el curso de los debates indican la gravedad del momento actual: si no se toman nuevas medidas internacionales para acabar con la producción y acumulación de esas armas, todo indica que estamos ante una amenaza seria de que, en un número creciente de países, se extienda su producción.Muchas delegaciones han hablado de la necesidad de impedir esa proliferación, pero la actitud que ha causado mayor sensación ha sido la de la Unión Soviética, que ha anunciado su decisión de empezar este año la destrucción de sus armas químicas, y que ha preconizado severas medidas de control gestionadas por las Naciones Unidas para garantizar el cumplimiento de los compromisos que sean asumidos por los Estados.

El problema de las armas químicas ha tenido, desde el fin de la I Guerra Mundial, una historia compleja. A causa del impacto causado por su empleo por el keich alemán en dicha contienda, se firmó en 1925 el Protocolo de Ginebra -que en la actualidad ha sido refrendado por 111 países-, y en el que se prohíbe el empleo de armas químicas. A pesar de que no contiene medidas de control, ha tenido efectos positivos. La prueba más notable es que durante la II Guerra Mundial esas armas prácticamente no fueron empleadas. Desde 1945, en cambio, han sido utilizadas en diversos conflictos. Y en la guerra entre Irán e Irak, éste ha obtenido resultados militares gracias a su uso, sin que ello haya producido hasta ahora fuertes reacciones de la comunidad internacional.

En este clima se produjo en septiembre de 1988 la iniciativa del presidente Mitterrand de celebrar la conferencia de París. El desarrollo de ésta pone de relieve la urgencia de pasar del compromiso de 1925 de no empleo de las armas químicas a una nueva convención que imponga la prohibición de la fabricación y del almacenamiento de dichas armas. Las negociaciones sobre esta cuestión iniciadas en Ginebra en 1984 están paralizadas. La conferencia de París debe servir para darles un nuevo impulso. El anuncio hecho por la URSS ha colocado un nuevo listón para todos los poseedores de dichas armas. Numerosos países -sobre todo entre los que no las tienen- han manifestado su satisfacción, y cabe esperar que ello influya en las ulteriores negociaciones sobre el tema.

Para avanzar por ese camino, los obstáculos no son sólo técnicos, como la dificultad del control, por la frontera difusa que separa la producción civil de la militar. Existen además obstáculos gigantescos de orden económico, porque las multinacionales de la industria química aparecen mezcladas siempre que surgen casos de fabricación de esas armas, incluso en el Tercer Mundo; y existe, por interés comercial, un rechazo fuerte a sistemas de control generalizados.

Por otra parte, la amenaza de EE UU de bombardear la fábrica de Rabta, en Libia, refleja una actitud incompatible con el derecho internacional. No es de recibo que un país fuerte pueda bombardear una fábrica de otro país por sospechar acerca de su producción. O el derecho es igual para todos o no es derecho. La ONU ha sido creada para someter las relaciones entre los Estados a normas jurídicas, y éste debe ser precisamente el resultado de la conferencia de París.

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