Arbitrismo fiscal
LA FÓRMULA ideada por el Gobierno para la tributación del matrimonio en los impuestos sobre la renta y el patrimonio correspondientes a 1988 ha sido presentada como una respuesta a la sentencia del Tribunal Constitucional que consideró discriminatoria la obligación de un contribuyente a acumular sus rentas de 1980 a las de su esposa, pese que se habían casado el 27 de diciembre de ese mismo año. Pero la fórmula puesta en circulación por Hacienda, aunque pueda ser técnicamente más perfecta y resulte más equitativa que la hasta ahora vigente, nada tiene que ver con los criterios avanzados en la citada sentencia del Tribunal Constitucional. A saber, que el sistema de acumulación de ingresos de los cónyuges para determinar la base imponible discrimina al matrimonio legal respecto a la unión de hecho. Se trata, por tanto, de un problema jurídico que no se resuelve simplemente por hallar fórmulas que resulten más aceptables desde un punto de vista redistributivo. Por lo demás, la propia sentencia del alto tribunal anunciaba un próximo pronunciamiento destinado a sentar doctrina sobre el fondo de la cuestión. Más concretamente, sobre la constitucionalidad o no de ocho artículos de la ley tributaria de 1978.Lo que el Tribunal Constitucional pone en cuestión es, así pues, el hecho mismo de la declaración conjunta del matrimonio, por causa del vínculo legal que une a los cónyuges, en un impuesto progresivo de naturaleza personal. La fórmula gubernamental hace caso omiso de este hecho fundamental, discriminatorio en sí mismo, por más que sea cierto que, en sus efectos prácticos, la nueva fórmula penaliza, como ha dicho el ministro Solchaga, sólo a una minoría de las parejas legalmente constituidas. Concretamente, las parejas que perciban conjuntamente rentas inferiores a cuatro millones de pesetas anuales -caso que comprende a cuatro de cada cinco matrimonios- tributarán lo mismo que si cada cónyuge realizara su declaración por separado; a los matrimonios que perciban entre cuatro y nueve millones anuales se les aplica un factor corrector inversamente proporcional a la renta, y para percepciones superiores a nueve millones de pesetas se fija una deducción máxima de 800.000 pesetas.
El debate sobre la redistribución de la riqueza nacional planteado al calor de la reciente huelga general ha vuelto a poner de relieve el papel de la fiscalidad como principal corrector de desigualdades sociales al alcance de los Gobiernos democráticos. Pero ese debate ha sacado a la luz también la importancia que en la definición de una política socioeconómica tienen los métodos mediante los que se desarrollan las estrategias redistributivas. Y si en algo parecen estar de acuerdo todos los sectores implicados es en la necesidad de respetar escrupulosamente el principio de legalidad y en otorgar a la política fiscal la máxima transparencia. Y ambos criterios resultan dudosamente respetados si, en aras de no importa qué objetivos, un contribuyente puede ser penalizado, mucho o poco, por su situación matrimonial, al margen de lo que le corresponda tributar de acuerdo con el volumen de sus ingresos.
La dificultad técnica de adaptar la actual legislación fiscal a los criterios expresados por el Tribunal Constitucional es el principal argumento es el principal argumento esgrimido para aplazar una modificación que pronto será legalmente ineludible. Pero la decisión de prolongar por un año más una situación cuya irregularidad se reconoce implícitamente se explica sobre todo por la voracidad recaudadora de Hacienda, que en la duda opta siempre por la fórmula más favorable para las arcas tributarias. Peligroso criterio cuando se trata de asentar entre la ciudadanía una conciencia tributaria que en España ha brillado siempre por su ausencia -como demuestran las bolsas de fraude que están aflorando estos últimos años-, así como de acreditar la superioridad del Estado de derecho sobre cualquier forma de arbitrismo. Aunque sea en nombre de virtuosos principios.
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