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Tribuna
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Un arma cargada de presente

Una polémica entre lectores sobre la conveniencia o no de que EL PAÍS dedicara a la poesía un espacio fijo sirve al autor para reflexionar sobre la afición española a escribir versos y sobre las consecuencias que tendría para los poetas consagrados la competencia espontánea de miles de poetas secretos.

En esa especie de imprevisible motel de autopista, que puede alojar al viajero más anónimo junto al famoso de incógnito, que es la sección Cartas al director de este periódico, tuvo lugar una pequeña polémica estival bastante curiosa. Consistió en una ardorosa controversia entre lectores sobre la conveniencia o no de que EL PAÍS dedicara a la poesía un espacio fijo, algo así como el famoso rincón del poeta de la abadía de Westminster, donde los visitantes pueden encontrar desde las tumbas de Chaucer, Browning o Tennyson, bustos de William Blake y Longfellow, y monumentos que recuerdan a Shakespeare, Milton o Wordsworth, entre otras muchas glorias del verso y de la prosa ingleses. Aunque no era precisamente un mausoleo lo que los partidarios de la poesía pedían, sí es verdad que reclamaban un trozo de gloria, aunque sea de papel, para esa secreta y multitudinaria pasión española por el verso.La joven que solicitaba de la dirección un lugar para la maltratada poesía creía que sería un estímulo para los poetas inéditos y que ayudaría a difundir ese viejo y extendido vicio nacional. De inmediato surgieron voces de alarma, la redacción se vería inundada de originales de todo tipo y calaña, y los encargados de la selección, abrumados por verdaderas cordilleras de poemas, no sabrían qué criterio adoptar para elegir cada día al afortunado ganador del gran premio: 24 fugaces horas de inmortalidad. Hubo el que con rigor escolástico propuso que sólo deberían admitirse aquellas composiciones que se ajustaran al corsé del soneto al itálico modo, para impedir que se colaran disfrazadas de poemas todas esas aberraciones que ahogan con su prosaísmo vil la noble y auténtica poesía.

A todo esto, la breve pero sabrosa polémica no parecía tener en cuenta para nada la opinión de quienes, en definitiva, son los que dirigen la publicación y que, a simple vista, no creo que estén muy dispuestos a oír siquiera proposición tan estrafalaria. Si recordarnos que ningún periódico europeo o americano homologable con EL PAÍS publica poemas, salvo en los casos excepcionales de la concesión de un Premio Nobel o del fallecimiento de algún bardo famoso, situaciones que en muchos casos suelen ser coincidentes, veremos que la voluntariosa iniciativa tiene todos los visos de estar condenada al fracaso. Algunos dirán en su defensa que los hasta hace poco execrados horóscopos han ido ganando poco a poco terreno y han logrado acceder a las tribunas más serias, exigidos sin duda por su correspondiente estudio de marketing. Y que si el tarot, los crucigramas y pasatiempos, la filatelia, los viajes, la jet, la gastronomía, los vinos, el vídeo, los -ordenadores, la moda, los puros, y hasta las sevillanas tienen su lugarcito, por qué no la poesía, que es el último de los gestos de lujosa soberbia que le queda al ser humano. Y en cierta medida puede que tengan algo de razón.

La multiplicación

La obsesión de los poetas por multiplicar el poder de sus palabras es muy antigua; cuando los libros de versos resultaron insuficientes, saltaron a los escenarios de los teatros, envenenaron a millones de modistillas con sus románticas golondrinas tuberculosas, se infiltraron en ese presuntuoso proyecto de arte total que se llama ópera, asaltaron las barricadas de todas las revoluciones, grabaron discos, compusieron canciones, asediaron las radios, fabricaron centenares de antologías generacionales o temáticas, se hicieron fotos ciertamente históricas justificaron cursos enteros de las siempre atentas universidades norteamericanas, organizaron festivales y congresos mundiales y hasta inventaron esa terrible tortura para élites que son las lecturas poéticas, institución que llegó a tener en la España franquista incluso su coartada heroica gracias a la inestimable colaboración del estado de excepción.

Pero no se queda en eso tan vasta empresa. Borges y sus amigos ultraístas, una noche de los años veinte, empapelaron con sus poemas los muros de Buenos Aires, y mi amigo el poeta yugoslavo Vasko Popa sueña desde hace unos años en crear una cofradía internacional de coleccionistas de postales poéticas. Tampoco habría que olvidar la aplicación mural del verso, que en los no lejanos tiempos del auge del poster convertían un poema de Machado o de nuestro querido Benedetti en algo así como "Dios proteja a esta casa". Y hace pocos meses, un ingenioso ciudadano español comenzó a comercializar unos pulcros mantelitos de papel, bordados de fina lírica, que han resultado todo un éxito- comercial.

Imaginemos por un instante que, contagiados por el virus poético reinante, las altas instancias de esta casa resuelven ofrecer a los lectores una especie de almanaque lírico-épico, y que cada mañana un poeta y un poema se sientan a desayunar con nosotros. Imaginemos los 365 mejores poemas del año y las sangrantes luchas intestinas que se producirían en gremio tan aguerrido. Los jóvenes contra los viejos, los vanguardistas contra los clásicos, las apasionantes batallas de los culturalistas y los neopaganos contra los realistas y los experienciales. Las devotas apariciones místicas y el verso abrupto de los iconoclastas. Y esa temible guerra de las lenguas, y la no menos grave de las regiones autónomas. Descubriríamos además las aficiones ocultas de los políticos, los versos, adolescentes de nuestro médico o los devaneos líricos de tal o cual folclórica. Una multitud de serios funcionarios, oficinistas resignados, profesores en paro, amas de casa desconsoladas y maestros de provincias desempolvarían del baúl de los recuerdos sus sentidos versitos, y con perseverancia inaudita enviarían cartas y cartas hasta lograr que una, como en los concursos de televisión, obtuviera el ansiado honor de la letra impresa. Si tal milagro ocurriera, seríamos testigos de una auténtica revolución cultural, de una verdadera perestroika poética que haría temblar a los profesionales del verso. Intrusismo semejante haría realidad la vieja frase de Gabriel Celaya: "Y la poesía sería un arma cargada de presente". "Presente griego", diría Cabrera Infante.

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