Primeros indicios de un futuro hecho de feos
Antiguamente, hace diez años o por ahí, la belleza de la gente se contrastaba a la luz del día, en los espacios abiertos o tras los ventanales de un café, como mucho. Se destacaban cualidades como la tersura de la piel, el color de las mejillas, el brillo de la nariz, los apuntes de la nuca, el relampagueo de los ojos y otras directamente relacionadas con el estudio de la fisonomía al relumbre del sol. Inevitablemente, se hacía más hincapié en aquellos elementos estéticos que imitaban la naturaleza o que provenían de ella por línea directa. Por ejemplo, era posible amar a alguien por la frescura de la piel o por la encarnadura de los labios, sólo por eso. Las pasiones también eran hijas de una naturaleza desbocada. Los ligones y los poetas eran todos naturalistas -en el sentido artístico del término, no en el ecológico- y decían cosas que, aparte de eficaces, sonaban a horticultor de Sanghri-Lá. Pechos como limones, talle de junco, boca de fresa, ojos de miel, cutis de manzana, la mermelada de tus labios, el arroyo de tu vientre, el jugo de tus besos, el pastizal de tu carne (no sé si alguno se habrá atrevido a esto), el carámbano de tus bofetadas, la helada de tus despedidas, la chicharra de tus abrazos, me amas como me siembras, me muero cuando me inundas, soy una flor marchita en tu ausencia, déjame o cómeme, por no citar expresiones más castizas como "llevar al huerto". Todo era naturaleza imperio del sol. Era mucho más fácil ser guapo, porque el que más y el que menos disponía de algún detalle hortelano para soliviantar al otro.Era cuando la vida se hacía en la calle y aproximadamente de día. Pero ahora la existencia ya no trancurre a cielo abierto, ni coincide tampoco con la jornada del labriego. Por un lado, los que todavía están en edad de amar hasta el embrutecimiento, viven por la noche, en antros que decoran las caras juveniles con ojeras. Y si no se las decora el antro, se las pintarrajean ellos con esa moda del tiznado que es un furor. Por otro, la gente común, el mesociudadano, ya no habita en su vida libre la calle. Habita los grandes almacenes. La jornada del clase media se distribuye de la siguiente manera: ocho horas de tajo regular, cuatro de irregular (ha vuelto el pluriempleo, no se me ' olvide decirlo) y cuatro de grandes almacenes tipo Pryca-Jumbo-Alcampo (soberbias naves donde transitan las familias con cara de asco). De ahí que hayan cambiado los criterios estéticos y que ya no sean remedo de la naturaleza, sino remedo de las luces y la angustia que dominan esos espacios mezcla Blade-runner y Soylent Green.
El resultado neto, al menos desde los cánones antiguos, es una fealdad sin paliativos, capaz de uniformar cualquier diferencia de rasgos. La gente es muy fea y además es toda igual. El papel dominante lo cumple esa luz lívida que lava el gesto y deja la cara como escurrida, con un par de sombríos regueros que circulan desde los ojos hasta las comisuras de los labios dejando una traza siniestra. Dado que en la vida (tiempo) libre es cuando el personal se mira -nadie se mira en el trabajo sin disponer de una dosis de perversión o de obcecación laboral altamente clínica-, es lógico deducir que la impresión que se obtiene tras esas miradas de replicators sea lastimosa y estimule la producción de anticuerpos contra la lujuria. Sin embargo, eso que ahora repugna, llegará un día a gustar y a organizarse en un sistema estético. Suponiendo que llegue a distinguirse a unos de otros, los bellos del futuro serán amados por su piel traslúcida, sus ojos vidriosos, su sonrisa de neón, su gesto semiapagado, sus pelos violáceos y su habilidad para empujar los bultos del carrito de la compra.
Los amantes, los letristas y los minimal de los tiempos venideros dirán cosas como talle de tubo fluorescente, pechos como paquetes bien envueltos, labios como etiquetas, vientre como pasillos despoblados, cuerpo como estanterías repletas, abrazos de apagón, tortazos de guardia de seguridad, despedidas como hora de cierre, caricias como apretones en la cola de la caja, etcétera. Pero hasta que llegue ese futuro, la clientela de la gran ciudad estará compuesta de gente fea, muy fea, horrible, atroz, que vende su lozanía por un lote de precios competitivos mientras mira con un pestañeo de bombilla en mal estado.
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