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EL SEMESTRE ESPAÑOL

España se viste de largo en la CE

Unión monetaria, fiscalidad y cooperación internacional, retos para la gestión europea del Gobierno

F. M., Ningún símbolo externo servirá de indicio mañana en Bruselas para indicar que se ha producido el relevo de griegos por españoles. Las sedes de la Comisión Europea y del Consejo de Ministros de la CE están prácticamente cerradas por vacaciones navideña y sólo dentro de unos días comenzará a fluir de nuevo la vida en esta torre de papel, que se mueve a fuerza del llamado procedimiento escrito, con un nuevo responsable al frente, un neófito en las lides de la diplomacia de equilibrios entre los 12 Estados miembros.

Aunque no lo parezca, 1.800 funcionarios españoles han sido adiestrados para dirigir la maquinaria. En seis meses se celebrarán cerca de 50 consejos de ministros, repartidos entre Bruselas y Luxemburgo. Otras 14 reuniones informales tendrán lugar en España, aparte de seminarios y encuentros relevantes. Para la labor de preparación serán necesarias medio centenar de sesiones del comité de representantes permanentes y varios cientos más de reuniones de grupos de trabajo.

El grueso de esta labor imprescindible corre a cargo de la representación permanente en Bruselas. Cuarenta y tres consejeros, diplomáticos o técnicos de diferentes ministerios, a las órdenes del embajador Carlos Westendorp, un político sutil, y del representante adjunto, Javier Elorza, un negociador infatigable, prepararán cada día los resultados que luego cosecharán los ministros. El colofón del semestre será la cumbre de Madrid, los próximos 26 y 27 de junio. Entonces se sabrá lo que ha dado de sí tanto esfuerzo.

Después de un año de trabajo preparatorio no todo va a salir conforme a lo previsto. Para empezar, el estreno programado para el 16 de enero con la reunión de ministros de Finanzas muy acorde para una presidencia marcada por unión monetaria y armonización de impuestos, ha sido aplazado. El Consejo de Agricultura de ese mismo día quizá se retrase una semana. Hay que dar tiempo a que los responsables de la nueva Comisión Europea, que iniciarán su mandato el próximo 6 de enero, se enteren de los temas. Esta circunstancia y las elecciones al Parlamento Europeo, a mediados de junio, han servido para que los responsables españoles, quizá curándose en salud, hayan definido de antemano su mandato como una experiencia corta.

La presidencia nace además con el conflicto comercial con Estados Unidos. No sólo es la guerra de represalias anunciada por la prohibición comunitaria a importar carne tratada con hormonas, sino el desacuerdo en el seno del GATT a causa de las subvenciones agrarias, asunto en el que España tiene de plazo hasta abril para intentar un arreglo.

En todo caso, una presidencia es un ejercicio de objetivos heredados. España tiene los deberes fijados por las cumbres de Hannover y de Rodas, y, sobre todo, por el Libro Blanco para la realización del mercado único. Lo que sucede es que, a cuatro años vista del gran objetivo, un acelerón o un relatlivo frenazo no parecen totalmente decisivos.

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En el frente intracomunitario, las grandes tareas son la unión monetaria, la armonización del IVA y el acercamiento de la imposición que grava el ahorro, con diferencias que van del 0% al 25%, y que es condición imprescindible para que Francia dé su sí definitivo a la liberalización de los movimientos de capitales. Nadie apuesta a que, sobre estos temas estrella, pueda conseguirse en la cumbre de Madrid un compromiso definitivo.

La dimensión social amenaza con convertirse en regalo envenenado, después de que algunos Gobiernos y la patronal europea hayan dicho claramente que no hay que poner normas a este campo. Los sindicatos van a por todas, con el argumento de que el mercado único no se puede construir a espaldas de los trabajadores, pero conscientes a la vez de que una plataforma de poder a escala europea les es más necesaria que nunca. Al Gobierno español, pillado en el medio y con contestación social en casa, se le enfría una ilusión acariciada. Espera, sin embargo, conseguir aprobar la Carta de Derechos Sociales.

El pasado 12 de diciembre Felipe González dijo en Bruselas que la construcción europea, en la que España está firmemente comprometida, ha alcanzado "un punto de no retorno". También que no debe permitirse una Comunidad que "legisla más para las mercancías que para las personas". Por eso la Europa de los ciudadanos, un objetivo atrayente aunque todavía diluido, ha pasado a ser centro de interés de la presidencia española. El Gobierno busca algún contraste más que sirva para recordar su gestión, dado que los retos audiovisual y tecnológico son propuestas de Mitterrand en las que habrá que trabajar para que recoja el triunfo Francia.

Con vistas a la política exterior las cosas se presentan más claras. España quiere impulsar la cooperación con Latinoamérica, profundizar las relaciones con el Este, contribuir a la paz en Oriente Próximo. Por razones de calendario pierde el privilegio de llevar la voz de la CE a los grandes foros, como la ONU o el FMI, pero tendrá la oportunidad de ser portavoz comunitario ante la Comisión de Derechos Humanos de Ginebra y la OIT.

El resto se refiere al mercado interior: directivas sobre libertad de comercio, adaptación de normas fitosanitarias, contratos públicos, libre establecimiento de bancos, fijación de precios agrarios, proyectos de investigación conjunta, control de fronteras exteriores...Temas todos supertécnicos, aparentemente reservados a los expertos, pero que servirán de termómetro para medir la bondad de la gestión.

'El beso de la muerte'

Antes, en el primer semestre de 1988, desempeñó este papel la República Federal de Alemania, que llevó a cabo la reforma presupuestaria, logró el acuerdo para el movimiento de capitales e impulsó otras directivas decisivas para el gran mercado único que se prepara a partir de 1992. La de España es, pues, una presidencia que sucede, en expresión de un diplomático, a la de la apisonadora alemana y a la griega del sirtaki, un ejercicio más bien estético de pequeños pasos, que, por música conocida, no provoca grandes cambios.

Y se produce inmediatamente antes de la de Francia, país con el que la colaboración es cada vez más estrecha. Esta coordinación de objetivos ha sido bautizada por algunos como el beso de la muerte. Preconizan que los franceses cosecharán lo mejor de nuestros esfuerzos. El pronóstico en Bruselas es que España es una incógnita. Un país grande, no muy desarrollado, nuevo en estas lides, con vocación comunitaria e intereses en todos los frentes.

Se acabaron los 'moscosos'

F. M., Cuando el próximo 26 de junio los jefes de Estado y de Gobierno de la CE celebren con ocasión de la cumbre de Madrid la tradicional charla alrededor de la chimenea -un nombre poco apropiado para el caluroso verano madrileño- se habrán cumplido casi 12 años desde que España solicitara el ingreso en la CE.

El 28 de julio de 1977 dos ministros del Gobierno de UCD, Marcelino Oreja y Leopoldo Calvo Sotelo, tomaron dos Mystère distintos para volar a Bruselas a presentar la candidatura. Ese viaje por separado no se debió a razones de seguridad sino a problemas de protagonismo.

Atrás habrá quedado también el parón francés a la adhesión española y las conversaciones entre socialistas para levantar el veto, en el que fueron decisivos encuentros casi secretos, como el celebrado en la reserva de osos del Osquillo (Cuenca). Sólo después llegó la cumbre entre González y Mitterrand en París, el acelerón a las negociaciones, en las que hubo que ceder bastante, y la firma del tratado, el 12 de junio de 1985, en Madrid.

Después de tres años de socio comunitario, en los que, según el Gobierno, se ha logrado coger la velocidad de crucero, España asume la presidencia de la CE. Para ello se ha preparado una intendencia enorme de reuniones y una campaña paralela para mostrar el país a Europa. En el cuidado de los detalles no falta una guía en la que se aconseja a los ministros y presidentes de grupos cómo llevar las reuniones, manejar el orden del día y arbitrar los consensos.

Los cientos de reuniones -algunas de ellas en España- que hay que organizar y presidir obligan a una sobrecarga de trabajo en la Administración. Por eso en los tablones de anuncios de la sede de la Representación Permanente en Bruselas figura un anuncio en el que se recuerda a todos los funcionarios que el día 2 deben estar en sus puestos de trabajo y que a partir de entonces no habrá moscosos para nadie. La presidencia ha acabado con esos días extra de libranza que llevan el apellido del ministro que dejó esta herencia como fruto de su intento de poner la Administración española en punto a la hora de trabajar.

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