Malos augurios
LA PRIMERA consecuencia visible del reciente inicio de conversaciones directas entre Estados Unidos y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) ha sido la entrada del Partido Laborista en el Gobierno israelí, en coalición con el bloque derechista del Likud. La nueva fórmula no es ya la perfecta equivalencia conocida con el nombre de rotatzia, vigente en los últimos años, por la que el laborista Simón Peres y el derechista Isaac Shamir se turnaban por períodos de dos años en la jefatura del Gobierno y en el Ministerio de Asuntos Exteriores, sino otra más clásica de unidad nacional. El nuevo Ejecutivo está dirigido sin rotación alguna por Shamir, mientras que Peres desempeña la vicejefatura de Gobierno; Exteriores queda en manos del halcón del Likud, Moshe Arens, y Defensa recae en el laborista no menos agresivo Isaac Rabin. Por añadidura, entran en el Gobierno dos representantes del partido religioso Shas.Este nuevo Gobierno, en el que predomina el Likud por su control del primer puesto ejecutivo, nace con un propósito nada contemporizador. Entre sus planes figura el establecimiento de un cierto número de puntos de colonización en Cisjordania y la negativa a cualquier tipo de diálogo con la OLP. El hecho de que ésta pueda ser a ojos del laborismo una propuesta táctica, un lastre a soltar en el caso de que se consolide el acercamiento Estados Unidos-OLP y Washington presione para ello, no justifica comienzos tan poco auspiciosos.
De otro lado, la reivindicación por una mal identificada fuerza terrorista islámica del atentado que ha causado la catástrofe de un jumbo de la Panani norteamericana, sospechosamente coincidente con el establecimiento de contactos EE UU-OLP, puede servir de apropiada munición para que el Gobierno israelí se cargue de razón en su negativa a hablar de paz con el movimiento palestino.
Parece probable que una de las motivaciones norteamericanas que han pesado en su nueva política ha sido la actitud de la representación de judíos estadounidenses que se entrevistó recientemente con Arafat en Estocolmo, y su preocupación de que un Gobierno israelí sólo formado por derechistas y religiosos llevara adelante una definición legal restrictiva de quién es judío. Si los propósitos de los partidos religiosos más extremos hubieran llegado al código legal, el 90% de la judería norteamericana habría quedado despojada de su nacionalidad moral. Por ello, era importante que el laborismo en el Ejecutivo barrara el paso a esa posibilidad. Ese efecto se ha conseguido ya, pero sería decepcionante que, con tan modestos resultados, Washington se diera por satisfecho y la apertura diplomática de Estados Unidos acabara pariendo un ratón.
En cualquier caso, el aparente atentado contra el avión de línea, que los interesados vincularán aunque sea sin prueba alguna a cualquier anónima fuerza terrorista islámica, y la eventualidad de que el laborismo israelí se limite a su conocido papel de moderador de los excesos del Likud, por más que eso suela tener escasa relevancia en el camino hacia la paz, esmaltan de dificultades el camino de la negociación norteamericano-palestina.
Mucho dependerá de lo sólida que sea la decisión de la futura Administración de Bush de buscar la paz en Oriente Próximo, y de la presión que sea capaz de aplicar sobre Israel, el que los contactos ahora iniciados tengan algún sentido. Parece difícil imaginar qué más puede ofrecer Arafat para dar prueba de sus mejores intenciones. Por ello, sólo puede cesar la intifada, la espontánea sublevación de la juventud palestina en los territorios ocupados, si existen auténticos progresos hacia la paz. Sólo Israel puede desbloquear ese camino.
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