La historia no se repite
La llamada disputa de los historiadores constituye uno de lo debates ideológicos más apasionantes de los últimos años en la República Federal de Alemania. La obra fundamental de ese debate ha sido vertida ya a casi todas las lenguas europeas. En España, sin embargo, no parece que esté teniendo demasiada repercusión. Parece como si España estuviese al margen de Europa. En este sentido se puede señalar un silencio significativo en torno al 50º aniversario del pacto de Múnich, lamentable suceso que fragmentó a Checoslovaquia y que, por supuesto, fue un motivo fundamenta de la II Guerra Mundial.Esos dos ejemplos contrastan con el amplísimo eco que está teniendo el discurso apologético del presidente del Parlamento de la República Federal de Alemania, Philipp Jenninger, sobre la época nazi. Para algunos ha resultado sorprendente el discurso de Jenninger. Sin embargo, y para quitarnos la venda de los ojos, ese tipo de opinión es desde hace algún tiempo bastante común no sólo en determinados ambientes de la derecha alemana, sino en ámbitos que se consideran científicos, especialmente el referido a los historiadores revisionistas del nacionalsocialismo.
Es evidente que el discurso de Jenninger traspasa las fronteras nacionales alemanas y europeas porque, entre otras razones, intenta "comprender" y "rehabilitar" un régimen que hizo del crimen su tarjeta de visita. Y éste sí parece que es un problema de toda la especie, que los revisionistas, a pesar de todo, no pueden superar. Con toda razón, Dolf Sternberger viene insistiendo en que "la venerable doctrina del verstehen (comprensión) choca aquí con un muro masivo... El monstruoso y demencial crimen que designamos con el nombre de Auschwitz es algo que no puede en realidad entenderse".
El discurso de Jenninger reabre, pues, con más fuerza la discusión entre los que intentan, como él propio Jenninger, rehabilitar y comprender el pasado nazi, por un lado, y los que pretenden leer el pasado, no sólo el nazi, con métodos críticos, por otro. Para estos últimos se trata de recuperar la memoria colectiva de modo crítico y distanciado. Más allá del problema psicológico de la culpa, se intenta una reflexión crítica del pasado que posibilite una consciencia histórica. Se pretende, en fin, Ia reconstrucción de una "razón histórica" que ponga en su lugar a todos aquellos irracionalismos historicistas, empecinados en que sólo se entiende un fenómeno histórico en la medida que nos identifiquemos con sus protagonistas.
Esa identificación comprensiva constituye el último producto neoliberal, de rancia prosapia reaccionaria-romántica, lanzado al mercado mundial de los ideologemas. Resulta que con esa estrafalaria metodología los malos de las películas de antaño son los buenos de hogaño: los nazis tenían buenas intenciones, y sus instituciones eran algo así como una OTAN avant la lettre, pues al fin y al cabo defendían a Occidente de un potencial peligro rojo del Este, pero se equivocaron de bando; en EE UU comienza a interpretarse la guerra del Vietnam al revés: los buenos y perseguidos no fueron los vietnamistas, sino los otros, y de España, para qué hablar, si parece que casi los únicos paladines de la llamada oposición antifranquista son los ex franquistas pragmáticos.
El discurso conmemorativo, en el 50º aniversario del inicio del terror nazi contra los judíos de Philipp Jenninger se sitúa en este contexto neoconservador apologético del pasado: la historia se repite o se sufre, pero nunca se cuestiona. Jenninger, con una interrogativa cínica, lo muestra claramente: "¿No había sido elegido el führer por la providencia, que sólo se ofrece a un pueblo una vez en mil años?". Esta imposibilidad de trascender la tradición es el punto de encuentro de los contrailustrados y neohistoricistas de todas las épocas, frente al universalismo crítico e ilustrado de la concepción democrática.
El neohistoricismo conservador niega cualquier tipo de juicio o práctica que se justifique más allá de su propio contexto; es decir, únicamente se comprenderá y enjuiciará una práctica desde las formas de vida y tradiciones en que está inserta. Por tanto, la tradición como presupuesto intraspasable se opone a la historia ilustrada como recuerdo crítico del pasado. Jenninger refleja una vez más, aunque él no lo sea, una gran sintonía con los historiadores neoconservadores cuando dice que a pesar de la guerra y los horrores el período nazi es fascinante: "Los años entre 1933 y 1938 siguen siendo fascinantes, incluso conociendo los hechos posteriores, en la medida en que la marcha triunfal de Hitler no ha tenido paralelo en la historia".
La historia como memoria de frustraciones da paso a la historia como mera cronología y legitimación del pasado: "La reintegración del Sarre, el servicio militar obligatorio, el rearme masivo, el acuerdo naval germano-británico, la ocupación de Renania, los Juegos Olímpicos de Berlín, la anexión de Austria, el gran imperio alemán y, en fin, solamente antes de los pogromos de noviembre, el acuerdo de Múnich y la partición de Checoslovaquia. El Tratado de Versalles se había convertido en papel mojado; el Reich alemán, en la potencia hegemónica del Viejo Continente. Para los alemanes que habían vivido la República de Weimar como una serie de humillaciones en política exterior parecía un milagro" (Jenninger).
El democristiano ex presidente del Parlamento alemán no se detiene en la mera historización-cronologización del pasado nazi, sino que instala el burdel, en sentido benjarniniano, del más irracional historicismo: una imagen eterna e inamovible del pasado, pues, según Jenninger, además de todos los logros nazis que acaba de enumerar el paro masivo (en tiempos de Hitler) se transformó en pleno empleo; la miseria de pueblo, en bienestar para todos. El optimismo y la confianza reemplazó a la desesperanza". Esta imagen, como muy bien saben los neoconservadores, si quiere ser eterna tiene que anclarse no sólo en el más remoto pasado, sino en algo ello mismo injustificable. El führer, en último término, hizo plausibles las promesas de Guillermo Il ("¿No consiguió Hitler hacer realidad las promesas de Guillermo II -el emperador-, que deseaba tiempos maravillosos para los alemanes?"), porque fue elegido por la providencia ("¿No había sido elegido el führer por la providencia?"). A pesar de los cínicos interrogantes de Jenninger, éste ofrece no sólo una apología del nazismo, sino una imagen castrante de cualquier reelaboración de ese mismo pasado, que impide, por ende, eliminar las causas tiránicas que en él obraron.
El discurso de Jenninger no es casual; se inscribe en el espíritu conservador-reaccionario de las últimas décadas. Su precedente político más inmediato fue la visita de Reagan al cementerio de Bitburg (RFA) de las SS en 1985. Su inspirador intelectual más influyente continúa siendo Heidegger, cuando en 1948 decía: "En 1933 yo esperaba del nacional-socialismo una renovación espiritual de la vida entera, una reconciliación de contrarios sociales y una salvación al dasein occidental ante los peligros del comunismo"; Jenninger repite ahora casi textualmente las palabras de Heidegger: "En 1933 nadie podía imaginar lo que iba a ocurrir en 1941". Sin embargo, en esa época hombres como Marcuse enjuiciaron que el "comienzo del movimiento nacionalsocialista contenía su fin". El gran problema de esa época, que no comprendió Heidegger ni tampoco Jenninger, consistió, por seguir con Marcuse, en una total perversión de todos los conceptos y sentimientos, de ahí que muchos la aceptaran gustosamente.
Que nadie piense que el discurso neohistoricista de Jenninger comienza únicamente con los neoconservadores historiadores alemanes, sino que tiene su caldo de cultivo en distintas corrientes contemporáneas de pensamiento ético, que van desde el neoaristotelismo de Spaemann y Macintyre hasta el aristotelismo ético ligado a la hermenéutica gadameriana. Unos y otros comparten los presupuestos conservadores y antiilustrados del neohistoricismo, especialmente, tal y como nos ha enseñado Schnädelbach, en su convicción de que a la hora de fundamentar normas morales y políticas es necesaria la referencia a un ethos ya vivido -o lo que se considere como tal; por ejemplo, la tradición-, tendencialmente no cuestionable ni sometible a crítica filosófica.
Frente a ello, únicamente el universalismo democrático y el mecanismo ilustrado de la "crítica", tal como yo lo veo, puede acabar con esa especie de sufrimiento fatal de las tradiciones, haciendo viable la pretensión de verdad y rectitud de una forma de vida con el resto de las demás pretensiones de otras formas de vida. La historia de Alemania no es asunto único de los alemanes, sino de todos los ciudadanos del universo. El recuerdo crítico del pasado nazi y de la II Guerra Mundial ni puede ser relativizado ni olvidado, porque el precio puede ser letal. Ya no se trata de la soberanía nacional de un determinado país, sino de la desaparición de la civilización terrestre. Confirmación final de algo que hoy ya comienza a ser trivial: la historia no se repite.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.