Amparito, Amparo
Los 50 años de escena no se le han venido a la cara: es lozana, fresca, serena. Los montones de ropa andrajosa que le han echado encima para hacer de Celestina y el maquillaje tampoco la dominan. El teatro conserva. La mala vida -la vida dura, trabajada; el polvo y las corrientes de aire de la escena; las comidas a destiempo y parcas; los viajes; las pensiones; los lóbregos camarines- hace longevos.Claro que está detrás, en la memoria, Amparito, en la posguerra larguísima, cuando todo el mundo estaba medio enamorado de ella. Hacía cine, sobre todo con una envidiada pareja que era Alfredo Mayo, que ya no existe. Ella dice que "el cine de entonces no era malo": es una adhesión más bien de conciencia que de pura crítica, de solidaridad con lo que hacía. El cine entonces era bastante malo, y el teatro, un poco menos que el cine -los tiempos han dado la vuelta-, dentro de la rutina de la época. La época era mala, y eso es lo que hace especialmente malos sus géneros artísticos. Sin embargo, ellos estaban ahí y creaban su público: Amparito, y Fernando Rey, y Adolfo Marsillach -ideólogo afortunado de este homenaje-, y otros muchos más. Nos parecen mejores actores que entonces. Amparo es mejor actriz que Amparito. No hay más que dos razones para atribuirlo: que este tiempo es mejor, que lo que interpretan es más válido; y que su talento se puede explicar mejor.
Amparito lo tenía de instinto. Hija de Rafael Rivelles, al que se consideraba el gran señor de la naturalidad, y de María Fernanda Ladrón de Guevara, que llenaba entonces con creces su puesto de primera actriz, salió al escenario de niña, aprendió de su madre, hizo toda la infinidad de pequeños papelitos que tenían entonces las obras de tantos personajes, hasta que empezó a destacar por sí misma. Entonces se hacían todos los géneros en una compañía. Un melodrama le dio un éxito que apuraba un poco a la joven actriz, La madre guapa; era la hija celosa de su madre, de los novios de su madre: María Fernanda se llevaba los aplausos que van siempre al bueno mártir -sobre todo si es madre-, y a Amparito le salpicaba el odio que se tiene a la mala. Hablamos de públicos sencillos: contaba María Fernanda que tenía que defender a la niña a la salida de los teatros y en los cafés, porque la reprochaban lo que decía en su papel. Eso se llama éxito: trascender así una figura de papel.
Ídolo de México
Amparo se fue pronto a México, por puras circunstancias: pasé allí casi la mitad de su vida, convertida ya en ídolo. El melodrama no la abandonó, y llegó a sus límites en los famosos culebrones que no da tiempo a ensayar y que se hacen en directo con un audífono desde donde el apuntador va recitando el papel. Puede no ser un buen género, pero es una prueba para un buen actor. Lo ha hecho todo: que al cumplir 50 años de escenario diga bellamente un clásico de lenguaje difícil es una prueba de talento.
Desde su regreso a España, Amparo ha hecho pocos trabajos; en todos ellos ha manifestado una categoría excepcional de primera actriz, como ha pasado con muchos de sus compañeros de generación, a los que sin duda alcanza este homenaje. En la vida sigue siendo socarrona, llena de sabiduría acumulada, con lengua viva y fresca. Los señores que sobreviven de quienes estuvieron enamorados de ella la siguen mirando en escena con nostalgia de sí mismos. y con la impresión de que ellos mismos han sabido mantenerse en la vida como esta actriz. Los señores sobrevivimos de nuestras viejas ilusiones, sobre todo cuando confirmamos que teníamos razón. Y con Amparito seguro que la tuvimos. Igual que con Amparo.
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