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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un buen acuerdo

CHESTER CROCKER, subsecretario de Estado norteamericano, debió dar un suspiro de alivio cuando, a principio de semana, fue testigo de la firma en Brazzavifie de un protocolo que abre la puerta hacia la resolución pacífica de los conflictos internacionales que han asolado durante lustros el cono sur de África. El acto culmina, en efecto, casi ocho años de intensa labor del diplomático estadounidense y es probablemente un hito en la historia de las relaciones internacionales. Crocker ha trabajado intensamente, sufriendo con frecuencia la rigidez de sus propias autoridades. El mérito, sin embargo, no es enteramente suyo: el acuerdo no habría sido posible sin la aquiescencia soviética, establecida hace ahora un año en la cumbre celebrada por Reagan y Gorbachov en Ginebra. Es significativo que el otro testigo del acto de Brazzaville, aparte naturalmente del presidente congoleño, N'Guesso, fuera el viceministro soviético de Exteríores, Adamishin. Ante todos ellos suscribieron el acta el ministro de Asuntos Exteriores surafricano, el vIceministro angoleño de Defensa y el vicecanciller cubano.El protocolo debe poner fin a tres problemas cuya imbricación mutua hacía extraordinariamente compleja la adopción de decisiones: la independencia de Namibia, el cese de las hostilidades entre Angola y Suráfrica y la retirada del contingente de 50.000 soldados cubanos que desde 1975 han ayudado al régimen angoleño en sus esfuerzos bélicos contra Suráfrica y la guerrilla de UNITA, apoyada por ésta.

El suroeste de África ha sido escenario de continuos problemas de violencia a lo largo de los últimos lustros, como consecuencia de las ambiciones hegemónicas del régimen surafricano de Pretoria y de las luchas internas de Angola. Mientras Suráfrica pretendía conservar ilegalmente el rico territorio de Namibla desoyendo las repetidas resoluciones de la ONU a favor de esta antigua colonia, la independencia de Angola, en 1975, era seguida de duros enfrentarnientos entre las distintas formaciones políticas que aspiraban al control del nuevo país. Lo que es peor: cada uno de los partidos angoleños era apoyado por potencias extranjeras, lo que incluía ayuda militar en la mayor parte de los casos. Suráfrica y Cuba, con sus propios contingentes militares; la URSS, EE UU, Zaire y varios países europeos, con su asistencia política y material.

A principios de la presente década empezaron los intentos de solución política a los problemas del área. Nunca tuvieron gran éxito: los intereses económicos, militares y políticos eran demasiado importantes. Sólo a raíz de la cumbre de Ginebra del pasado año pudo empezar a encarrilarse la voluntad de paz y pudieron las partes sentarse a negociar seriamente. El proceso ha sido extraordinariamente delicado. Cada uno de los mentores del mismo -estadounidense o soviético- tenía la angustiosa tarea de convencer a sus protegidos y aliados sin romper un equilibrio siempre muy frágil. Incluso hace 15 días, cuando parecía que todas las dificultades habían sido vencidas, se interrumpieron una vez más las negociaciones: considerando que no estaba bien establecido el sistema de verificación de la retirada de las tropas cubanas, la delegación surafricana se levantó de la mesa y regresó a Pretoria.

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Finalmente, aclarados todos los extremos, el martes pasado pudo firmarse el protocolo de Brazzaville. En su virtud, Namibia alcanzará por fin la independencia en 1989, cumpliéndose así lo dispuesto en la vieja resolución 435 de la ONU, al tiempo que Angola y Suráfrica firmarán la paz y las tropas cubanas empezarán a retirarse del lugar. Es un buen acuerdo. Si se cumple efectivamente en todos sus extremos, sin más dificultades que las usuales, será un éxito más del nuevo clima de distensión que preside las relaciones entre las grandes potencias.

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