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Tribuna:
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Cornetín de órdenes

En estos días, como a tantísimos ciudadanos, me preocupa la confrontación entre los sindicatos, que se han quedado roncos intentando dialogar, y el Gobierno, que se ha quedado sordo al no escuchar lo que pretendía oír. La postura sindical resulta por su diafanidad menos fascinante que la postura del Gobierno para quienes, atentos a las dos posturas, nos dejamos fascinar por la zafiedad en que se ha transformado la sordera gubernamental. No hay comparación dialéctica entre los que llanamente piden una más justa distribución de los beneficios que han contribuido a generar y los que, mediante el desgarramiento de vestiduras, el treno, la amenaza y la manipulación ilustran macroeconómicamente al peticionario. De donde se deduce que si el Gobierno conoce mejor que el prójimo las necesidades del prójimo, éste tendría que refrenar su frustración hasta que el Consejo de Ministros considerara oportuno convocar por decreto paro general contra la política social del Gobierno.No es extraño que tal como está el patio recordase yo en estos días la recurrente discusión que se traían, en paseos por la hoz del Júcar, acerca de la sordera y la ceguera, Leandro Ramón, médico y azañista, y su colega Gabriel, mi abuelo. Pero he aquí que en éstas, con la habitual inoportunidad de la realidad y por si no fuera bastante, Jesús Aguirre me obliga a recordar las últimas palabras de Leandro Ramón después de recibir la primera y única comunión de su vida:

"¿Qué le habré hecho yo a la santa Iglesia para que haya conseguido salvar mi alma?".

"Pero ¿en qué habré faltado a Jesús Aguirre para que me elogie?", me digo después de leer una loa de Aguirre a su comportamiento y actitudes que, sin yo sospecharlo, resultan ser también los míos.

Lúcido y en cueros, privado de mis eficiencias distintivas, nada más quedar sentado a la diestra de Aguirre en la blancura de la puridad, heme aquí cómodamente elevado sobre el bien y el mal, por encima de Gobiernos y sindicatos, de amigos comunes y de asechanzas de tertulia, de ambiciones y vulgares resentimientos, por encima del mundo. Desde aquí valoro fácilmente el esfuerzo de los hacedores de la historia por arrasar la supina ignorancia de los que piden más empleo y más salario, cuya desmadrada voracidad les ha de dejar con el espinazo quebrado y sin bases, en meros harapos sindicales.

No puede ser que yo comparta con mi loador perfección tanta, tamaña quimera. Quizá por malinterpretar el uso mayestático que del plural de modesta la hace Aguirre haya creído equivocadamente que se me alzaba donde no me corresponde. Lo cierto es que con virtudes prestadas y sin sus defectos incorregibles uno se siente incómodo. En tanto los gobernantes van inventando el sindicalismo vertical, me bajo del machito al que por error había subido y me reincorporo a las filas de soldaditos de plomo al mando de Jesús Aguirre.

Lo que no parece lógico es que la acreditada perspicacia de mi loador haya confundido tan abusivamente las sombras. Al igual que muchos millones de españoles, incluido Aguirre, gusto aliviarme, a la sombra del sistema constitucional, de los rigores de la dictadura, pero no comparto su afición de refrescar bajo la sombra de los Gobiernos. Tampoco, a pesar de mi vanidad, coincidimos Aguirre y yo en la apreciación de pompas y honores, porque a mí sólo me satisfacen las pompas de olores, los honores buenos, bonitos y baratos, y las academias para nada, lo que se dice pero que para nada, que es como recalca mi amiga Pocha Pus. Aún más daltónico sería que mis deslizamientos, incluso mis patinazos, sobre las gamas del rojo pudieran confundirse con la levitación en el blanco.

No. Todo es más simple en esta banal historieta de unos días dolorosamente belicosos. Contumaz adepto a guerrear sobre la alfombra con batallones de amigos, un impulso estratégico de dos dedos de Aguirre me ha sacado de la fórmación y me ha situado tres pasos a su espalda, de cornetín de órdenes. Tal ascenso suena acorde con la trompetería que en estos días el poder sopla a fin de acallar los silbatos callejeros. Sea éste el designio del elogio compartido a una megalomanía de las que a veces el loador contagia a su tropa, no debo quejarme, que peor les ha ido a otros guripas y, al fin y al cabo, el cornetín de órdenes es el que menos manda en el cuartel y al que todos obedecen al unísono.

Lo grave son, por supuesto, los errores de interlocución de los rompehuelgas. En una tribu tan irremediablemente especular como la política, la distorsión de imágenes puede originar negativos espectrales. A cambio, en la tribu literaria, tan innecesariamente especular, la deformación se reduce a una cuestión de prosa, porque todo escritor se mira en el espejo, narcisista o crítico, de su estilo.

La refinada prosa de Jesús Aguirre, que para sí quisieran los políticos más sagaces, sufre últimamente las urgencias de publicación que el autor le impone. Quizá en su noble intento de ser cuanto antes Saint-Simon cabalga Jesús Aguirre sobre una prosa huracanada, que alborota la sintaxis, arremolina las citas y aventa las ideas. No es éste, claro está, sino el juicio de un novelista, cimentado en su educación gramatical o en los avatares de una educación prosaica, lo que a mis años viene a ser lo mismo. Otros lectores, ente ellos Pocha Pus, opinan radicalmente lo contrario:

"Si escribirá requetebién ese señor, digas tú lo que digas, que llama 'altas oportunidades' a lo que mis amigas y yo llamamos 'grandes rebajas".

En fin, que para una vez que me elogian, el elogio lo recibe el trompeta. Por fortuna, sigo viviendo en una sociedad ni sorda ni muda en un país despierto, gracias a unos sindicatos que, resistiéndose a dar media vuelta, han desoído el toque de silencio.

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