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México en estado de beligerancia

La transmisión del mando federal abre una etapa inédita y grávida de riesgos para el futuro de México. Por primera vez en la historia reciente un presidente de la república fué cuestionado directamente y su legitimidad puesta en deuda en el mismo acto de toma de posesión. El 1 de diciembre Carlos Salinas asumió el poder ejecutivo, pero de modo alguno el liderazgo nacional ni las potestades y prerrogativas de las que tradicionalmente disfrutaron sus predecesores.Los parlamentarios de la oposición (Partido Acción Nacional y Frente Democrático Nacional), que ocupan cerca de la mitad de los escaños del nuevo Congreso, pero que obtuvieron una votación notoriamente superior a la que recibieron sus homólogos del PRI, reivindicaron disposiciones. vigentes, aunque nunca observadas, del reglamento interior del Congreso para demandar su participación durante el acto de protesta en pie de igualdad respecto del nuevo presidente, al que además consideran un impostor. En efecto, las reglas escritas no hacen mención de la presencia del mandatario saliente en la ceremonia inaugural y prescriben que una vez tomada la protesta de ley el presidente entrante abandonará el recinto, lo que excluye cualquier discurso o mensaje que éste quisiera pronunciar. Se adoptó otro protocolo por el que tuvo que respetarse el principio de la equivalencia de los poderes, con lo que se escucharon también sendos pronunciamientos de las dos formaciones opositoras.

Ante la inminencia del escándalo, el partido gobernante debió aceptar, a regañadientes, la propuesta y encarar el desafío de un debate público que a lo largo de toda la campaña electoral rehuyó sistemáticamente. No obstante, los discursos contestatarios fueron pronunciados previamente a la llegada de De la Madrid y Salinas y fueron televisados a la nación así como escuchados en vivo por los invitados a la ceremonia, incluyendo los jefes de Estado y Gobierno extranjeros.

Este hecho, que podría considerarse normal en una democracia evolucionada, da prueba de una transformación profunda en el equilibrio real de fuerzas del país y desmiente de modo irrefutable a los propagandistas del Gobierno, empeñados en sostener que lo ocurrido en los comicios del 6 de julio fue fruto de una coyuntura pasajera y que todo ha vuelto a la normalidad: que el antiguo régimen mantiene intacta su capacidad para reabsorber disidencias, ahogar inconformidades y reducir las oposiciones a meras instancias testimoniales y finalmente legitimadoras del sistema. Lo que refutan los opositores, e hicieron valer sus mensajes al Congreso, es precisamente a legitimidad del nuevo Gobierno. Con matices distintos y tal vez con propósitos divergentes , tanto Acción Nacional como las organizaciones de izquierda y centro izquierda que se coligaron para sostener la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas afirmaron que el proceso electoral y la calificación misma de los resultados estuvieron en tal medida plagados de irregularidades y son tan claramente violatorios del mandado constitucional que Salinas de Gortari será un presidente iledítimo y deberá ser tratado, por tanto, como una autoridad de facto.

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Esta tesis podría ser considerada como una argucia táctica o como una posición negociadora si no correspondiera a un sentimiento generalizado y vehemente de los mexicanos y si no hubiese sido avalada por artículos y ensayos de los más acreditados juristas e intelectuales del país. En todo caso, los representantes de más de la mitad del electorado sostienen firmemente que Salinas será un presidente inconstitucional, y la mayor parte añade que no podrá legitimarse ni con las mejores acciones de gobierno debido al origen en extremo viciado del poder que ostenta.

Nos encontramos así frente a una versión muy mexicana del estado de beligerancia admitido por el derecho internacional. Esto es, la relación obligada entre partes que no se reconocen necesariamente ni la legitimidad ni la soberanía que cada uno invoca para sí. Sólo que no se trata de una beligerancia armada, ya que el poder constituido no desea perder la poca autoridad moral que le queda aplastando al contrario, y las fuerzas opositoras han rechazado explícitamente la vía insurreccional, que llevaría de inmediato a la represión y a la pérdida de las posiciones que lograron conquistar por el sufragio.

México oscila entre dos posibles desenlaces de su actual drama político: o bien el aparato del Estado insiste en restaurar sus antiguos privilegios, reafirmando el anacrónico sistema de partido dominante o diezmando por todos los medios imaginables a sus contrarios (lo que hasta ahora ha sido su pretensión evidente), o bien se ve forzado a c2der ante el descontento social, la movilización popular y la opinión pública internacional y procede a un cambio radical de las reglas del juego que propiciaría un genuino pluralismo político.

La primera vía se inscribe en la lógica de sus compromisos financieros internacionales y de la propia debilidad del grupo gobernante, que lo inducen a endurecer los controles sociales y a reforzar con autoritarismo el maltrecho ego del Estado. La segunda exige una revisión a fondo de las relaciones económicas en lo externo y en lo interno, así como la congruencia, hasta ahora inexistente, entre el discurso modernizante y su condición inescapable: la democratización del país.

Cabe esperar que a la postre se imponga la opción del respeto al sufragio y de la libertad de los individuos frente a las corporaciones, por demostrarse en los hechos que encierra la única salida posible a la crisis y es requisito indispensable de la gobernabilidad. Confiemos en que ese camino se encuentre con los menores costes y en los plazos más breves.

Porfirio Muñoz Ledo es senador de la República y miembro de la comisión promotora del Partido de la Revolución Democrática.

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