Una elección entre pesos lígeros
25 años después del asesinato de John Kennedy, EE UU vive el fin de la era de los gigantes políticos
El presidente y el vicepresidente de Estados Unidos para los próximos cuatro años (1989-1993) fueron políticamente elegidos ayer, aunque deben ser formalmente nombrados el próximo 19 de diciembre por los 538 compromisarios que integran el colegio electoral. La ausencia de dramatismo, dado lo previsible del resultado, caracterizó una jornada electoral en la que, además de los compromisarios de cada Estado, fueron elegidos los 435 miembros de la Cámara de Representantes, 33 miembros del Senado y 12 gobernadores. También fueron sometidas a referéndum cuestiones particulares en 41 Estados. Las elecciones estadounidenses que marcan el final de la presidencia de Ronald Reagan fueron seguidas con interés en el mundo pese a la ausencia de cambios sustanciales y a la continuidad que de ellas se derivan.
Dentro de 13 días se cumplirá un cuarto de siglo del asesinato de John F. Kennedy en Dallas. Y en poco más de dos meses, Ronald Reagan, otro presidente histórico, a su manera, dejará definitivamente la Casa Blanca. La elección de 1988 parece marcar el fin de la era de los gigantes políticos Los norteamericanos, más disgustados que nunca con el proceso electoral de este año, han tenido que optar entre dos líderes de poca talla. Y lo han hecho con desgana, ansiosos de que acabara esta interminable y poco esclarecedora campaña. Y deseando fervientemente, un 67%, haber tenido en la papeleta dos nombres distintos a los de George Bush y Michael Dukakis. Pero se han tenido que conformar con dos gestores de la política, dos profesionales de la cosa pública sin una visión atrayente del mundo, sin el carisma, no digamos ya de un John F. Kennedy, sino ni siquiera del hombre al que van a sustituir."Hijo de Massachusetts"
Es curioso, sin embargo, que Dukakis haya utilizado continua mente el recuerdo de Kennedy: "Como yo, nacido en Brookline" (suburbio de Boston) y "otro hijo de Massachusetts que, acompañado por un senador del Sur, al igual que en 1960, con Nixon, vamos a derrotar a otro vicepresidente republicano". Pero 1988 no es 1960 y la Administración de Reagan ha dejado una huella más duradera que la del también abuelo genial Eisenhower. Dukakis carece de la pasión mínima necesaria para comunicar con el electorado. Ha creído que el país ya estaba cansado de carisma. Pero ni tanto ni tan poco. Dukakis no tiene la capacidad de riesgo de un John Kennedy. Su instinto profundamente conservador -que le ha hecho jugar a seguro, lo que le sirvió para eliminar a sus rivales en las primarias, los otros seis enanitos- no ha resultado en la elección general. Y entre la continuidad y el cambio por un gobernador que ha escondido hasta el último momento su ideología, los norte americanos parece que optan por darle al reaganismo un tercer mandato bajo George Bush, un funcionario distinguido. Ni con el hijo de inmigrantes griegos, con vencido de que por haber cuadrado 10 presupuestos en Massachusetts se le abrirían las puertas de la Casa Blanca, ni con la meritocracia de perfecto segundo de George Bush llega la imaginación al poder en EE UU.
Se han equivocado los historiadores que presagiaban que este país estaba preparado para dar un completo movimiento de péndulo, harto de ocho años del conservadurismo y materialismo de la era de Reagan, abriéndose otra vez a una etapa liberal, idealista, de recuperación del activismo gubernamental. Es posible que, como decían las encuestas, los norteamericanos quisiesen un cierto cambio. Pero no han encontrado quien lo abanderara.
El triunfo republicano habría demostrado que quizá fuera cierta la frase de Reagan en la convención de Nueva Orleans, cuando al dejar el liderazgo a Bush afirmó: "El cambio somos nosotros". La campaña de Dukakis, teóricamente el progresista, el liberal, el que debía vender el cambio, no ha sido capaz de hacerlo. Con una miopía que le hace merecedor de continuar como gobernador de Massachusetts, apostó porque los norteamericanos querrían competencia.
Y se vendió como el funcionario más listo de EE UU, seguro de que este país y sus reponsabilidades mundiales pueden conducirse de la misma manera que se gobierna un Estado. Repitamos a escala nacional el llamado milagro de Massachucette, se dijo Dukakis, y esperemos a que el supuestamente torpe Bush se diluya como un azucarillo. Pero la corta memoria histórica de los norte americanos, cuando piensa en un gobernador presidente, se acuerda del malhadado Jimmy Carter y no de Franklin Roosevelt, que lo fue de Nueva York.
Y muy pronto comenzaron a surgir indicios de que Michael Dukakis, sin experiencia internacional alguna, amante de los detalles, incapaz de delegar, terco y muy creído de su superioridad intelectual, podría ser un nuevo Carter. Ayudaba a confirmar esa idea su enmascaramiento en la corriente centrista, su temor a definirse en términos ideológicos. Ese quedarse en tierra de nadie le permitió a Bush definir la elección como una opción fundamental de ideas y de valores.
Y comparar, con eficacia, a su rival con Carter, pero también con el liberalismo trasnochado de otros dos grandes perdedores Walter Mondale y Georg McGovern. Dukakis, aislado en Boston, rodeado de unos asesores aficionados que ven EE UU desde el prisma de Massachusetts, el Estado más liberal del país, le dejó a Bush que definiera, de la manera más sectaria posible, el liberalismo. Una vez más, confirmando la revolución operada en este país bajo la presidencia de Reagan las ideas están en el campo conservador. Dukakis no ha calibrado bien la transformación operada por el reaganismo.
En los últimos 10 días, en un intento a la desesperada, Michael Dukakis ha asumido la etiqueta liberal, pero defendiéndola con la boca pequeña -"también tengo instintos conservadores", "soy liberal, pero pago las cuentas"-, demostrando su acomplejamiento ideológico. Tenía razón, ha exclamado Bush; ha estado escondiendo su verdadera ideología.
Y para salir de las cuerdas en las que le ha tenido Bush desde finales de agosto, el gobernador de Massachusetts ha escogido la vena populista de "soy uno de los vuestros, Bush es el candidato de los ricos", adobada por un nacionalismo económico proteccionista. Lo que le ha servido para ser acusado de un pecado capital en este país: atizar la lucha de clases. No ha sido, sin embargo, suficiente para atraerse, en suficiente número, a los independientes y a los llamados demócratas de Reagan, los obreros industriales, conservadores en política exterior y en defensa y recelosos de la progresía social del candidato demócrata (en materias como el aborto) y de su supuesta debilidad con el crimen.
Mantener la situación
Aun con un gran candidato los demócratas lo tenían muy difícil. Nunca el partido en la Casa Blanca ha perdido una elección en un año de prosperidad económica (el paro más bajo desde 1974, inflación controlada y el crédito barato) y de paz internacional. El mensaje de Bush era muy fácil. Mantener la situación actual y no dejar que un gobernador liberal ponga en riesgo lo logrado en ocho años.
Dukakis ha intentado demostrar que la bonanza económica está levantada sobre una peligrosa montaña de deuda y que es una ilusión -que más pronto o más tarde se pagará a un precio muy alto. Y que, incluso aceptando el discurso de Reagan, la prosperidad está muy mal repartida y la clase media está "aplastada". Si es que su campaña ha tenido algún hilo conductor, ha sido ése o el blando y genérico de "buenos empleos con buenos salarios".
Pero Dukakis, excepto en su estallido de desesperada pasión final, comunicaba estas ideas a lo largo del país con su característica frialdad, que le hizo acreedor al calificativo de "hombre de hielo", como si estuviera dictando un seminario jurídico en las aulas de la universidad de Harvard. Mientras tanto, la utilización o manipulación de la televisión por los hombres de Bush, los que crearon la presidencia electrónica de Reagan, encasillaba a Dukakis en una miserable caricatura de antiamericanismo.
Los salvajes ataques de Bush a su debilidad en las cuestiones de ley y orden. Será interesante saber ahora si a Dukakis le ha dañado su origen griego. Y su difícil nombre, su color oscuro de piel, sus pobladas cejas negras mediterráneas. En algún momento de la campaña parecía como si a Bush, el perfecto wasp (blanco, anglosajón, protestante) con cartilla de fundador de este país, se le tolerara todo, mientras que al recién llegado, hijo de inmigrantes, su origen étnico le exigía una mayor prueba de patriotismo.
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