Un bello rito de iniciación
Hay diversas maneras de medir la densidad interior de un filme esa densidad consistente en que detrás de la película evidente existan agazapadas otras películas ocultas. Una de estas maneras, la más común y la menos falible, se produce cuando hay un acuerdo espontáneo entre la visión experta del filme y su visión ingenua. O de otra manera, cuando la exigencia del receptor exquisito es tan sólo el revés complementario de la indulgencia del consumidor de pago.Una película como Un mundo aparte abre con emotividad la boca del ingenuo y amordaza la gana de destruirla del cinéfilo protestón. Es un relato simple, pero que está urdido con tanta transparencia y generosidad en un guión cercano a la perfección, que permite a su director (el británico Chris Menges, un formidable fotógrafo que hace aquí su primer largometraje en funciones de director), sin caer ni una sola vez en la tentación de estilo y en el prurito de autoría, poner en pie un pequeño alarde de cine denso, una bella película que lleva dentro otras muchas películas.
Un mundo aparte
Dirección: Chris Menges. Guión: Shawn Slovo. Reino Unido, 1988. Intérpretes: Barbara Hershey, Johdi May, Linda Mvusi, Jeroen Krabbe. Estreno en Madrid: cines Palacio de la Música, Aluche y (en versión original subtitulada) California.
En primera evidencia, Un mundo aparte es nada más que un suave y bondadoso melodrama menor, que cuenta, con caricias en la fuente de las lágrimas, la soledad de una muchacha que se siente abandonada por sus padres. Pero bajo este velo de seda melodramática hay, en semipenumbra, otros cauces formales más abruptos, por donde el mismo relato dulce e intimista adquiere resonancias amargas y comprometidas. Y, sin solución de continuidad, el melodrama de la adolescente solitaria es también la representación objetiva y gradual de una mutación en la conciencia de esa adolescente: el rito bautismal que enciende las primeras luces de su entendimiento del mundo. Y esto ya son palabras mayores.
Pero hay más. Es también Un mundo aparte la representación, cuya poderosa elegancia procede del hecho de que es indirecta, de ese mundo y de ese aparte. En los terrenos de la ficción no se había realizado ningún filme sobre la tragedia del fascismo surafricano con tanta energía y veracidad como la que Un mundo aparte derrocha. Comparado con este humilde susurro de verdad dicho por Slovo y Menges, el amañado y aparatoso Grito surafricano de Attenborough es tan sólo el engolado e informe ruido de una voz hueca.
Y es finalmente este emotivo filme menor, además de un melodramita de niña incomprendida y de un documento político de fondo, una conmovedora recuperación para el cine del comportamiento revolucionario, esa gloria humana hoy en trance de extinción, aplastada por la basura del conformismo. Pocas veces en el cine reciente se puede asistir a un filme que, bajo sujernura, esconda una tan radical identificación entre moralidad e inconformidad, entre eticidad y espíritu revolucionario. Que se nos recuerde que todavía es posible en el cine divertirse viendo la vida de hombres humanos, no es poco. Más bien es mucho.
Babelia
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