La danza, reina por un mes
La quinta edición del Festival de Otoño, que promueve la Comunidad de Madrid, fue clausurada el pasado viernes con un concierto de la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Lorin Maazel. Inaugurado el 24 de septiembre con un deslucido concierto que prácticamente no oyó nadie y que suponía la recuperación del carillón del real monasterio de El Escorial, la muestra ha contado con un presupuesto de 270 millones de pesetas para presentar 34 espectáculos. Todo el programa previsto se ha llevado a cabo, aunque han sido varios los espectáculos que, por diversas razones, retrasaron la fecha prevista de su presentación.
El Festival de Otoño ha venido cumpliendo un papel desmesurado en la difusión de la danza en Madrid, la última de las grandes ciudades europeas en verse afectada por el auge de esta actividad escénica que en todas partes le va comiendo terreno a las demás. Aquí sigue sin haber teatros donde desplegar a las grandes compañías internacionales, sigue sin haber un departamento de danza en el Ministerio de Cultura y sin una temporada de ballet digna de ese nombre en los escenarios oficiales. Pero en buena parte, gracias al Festival de Otoño, se ha ido consolidando un público cada vez más amplio, consciente y apasionado de danza que ha podido tener algunas de las claves del boom mundial.Así, en el terreno de la danza, el Festival no es sólo la ocasión de ponerse al tanto de las nuevas tendencias o grandes innovaciones internacionales: es también el pan de cada día, la nodriza de una afición que no tiene otro medio de ver al menos una pequeña parcela de la ingente y apasionante producción mundial.
Casi todo lo importante que se ha visto en esta edición del festival ha sido, por tanto, más que novedades espectaculares, asignaturas pendientes del público madrileño, citas que hubieran debido producirse hace muchos años, como el encuentro con el minimalismo de Laura Dean, que supuso uno de los puntos álgidos de la presente edición, como Pina Bausch lo fue en 1985 y Merce Cunningham en 1986.
De los ocho espectáculos presentados este año, sólo dos eran novedades absolutas: el Dark de Carolyn Carlson, estrenado en París hace pocos meses y que no es ni de lejos lo mejor de esta coreógrafa americana que se ha realizado artísticamente en Europa, y el George Sand de Vicente Nebrada, que se esperaba con ansiedad por ver al fin a nuestra gran bailarina clásica. Pero el George Sand -que en el difícil género del ballet narrativo tiene virtudes indudables y momentos logrados- no es un ballet para Trinidad Sevillano, cuyas maravillosas cualidades en el lenguaje clásico apenas tienen ocasión de mostrarse.
La imposibilidad actual que hay en Madrid de traer compañías de repertorio clásico -por falta de locales, de dinero, de voluntad, de iniciativa o de todo junto-, que en estos momentos significa el cuello de botella más dramático para el normal desenvolvimiento de la danza y el ballet en la capital, y la ausencia de tal repertorio en la compañía nacional hacen muy remota la posibilidad de que el público de Madrid pueda disfrutar pronto de Trinidad Sevillano y, por supuesto, dificulta la adquisición de una verdadera cultura balletística que, como bien señala Francisco Hernández en el libro sobre los cinco años del Festival de Otoño, ha sido en todas partes la base de la enorme eclosión de la danza en los últimos cinco lustros.
El punto álgido del festival fue sin duda el Ballet de la ópera de Lyón, no sólo por la magistral Cendrillón de Magui Marín, sino por la ocasión que proporcionó de ver pequeñas muestras de coreógrafos interesantes que, como William Forsythe, están en la cresta de la ola de la renovación coreográfica en estos momentos.
Maduración artística
La dirección del Festival de Otoño -que entre sus muchos aciertos se preocupa porque las compañías que vienen presenten programas de especial interés para los aficionados, aunque no sea lo que a ellas más les interese promocionar- logró dos programas que incluían piezas de autores ya conocidos, como Mats Ek, Mathilde Monnier o Nefis Christe, pero que no se habían visto aquí nunca y permitían al aficionado ir completando una visión coherente de la obra y la importancia de cada uno de ellos. Fue también un acontecimiento comprobar la maduración artística de la singular Martha Clarke, cuya Vienna: Lusthaus marcó un hito en la penetración de la corriente teatral de la danza en Estados Unidos.
El festival ha permitido también, una vez más, atisbar tradiciones no europeas de danza a las que ya es imposible ser ajeno. Aquí, como en las ediciones anteriores del festival, se echa de menos algún tipo de estructura de apoyo que sirva para aprovechar mejor estas oportunidades: conferencias, mesas redondas, especialistas que permitan superar la fase de cuarto y mitad de exotismo a que esta parcela del festival parece destinada.
En general, toda la actividad de danza en el Festival de Otoño ha adolecido también de escasa promoción y condiciones de presentación atropelladas.
Y al llegar noviembre, la afición madrileña, que ha sido reina por un mes, vuelve a su mediocridad cotidiana, llevando cada año un poquito peor la frustración.
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